Es
de pocas palabras y no acostumbra hablar de sí mismo. Sin embargo, hoy quiere echar
mano a la memoria y contarme cómo fue su once de septiembre del 73 y los meses siguientes.
Pasadas
las ocho de la mañana del día once se subió a su Fiat 600 color celeste con
rumbo a la sede de la CUT en el centro de Santiago. Iba bastante atrasado. Había
regresado del extranjero hace apenas un mes, donde estuvo estudiando para capacitar a los interventores del área industrial, a través de la CUT.
Debía regresar a terminar sus estudios -dos
años más de economía política-, así que estaba de paso en Chile haciendo el papeleo necesario
para viajar.
Pero
no nos desviemos del tema. Después de las ocho enciende el motor. El auto
no tenía radio y él todavía iba bastante dormido. En el camino vio algunas banderas
chilenas colgadas de los balcones y se preguntó ¿por qué el apuro? si aún
faltaba una semana para el dieciocho. Al llegar a la sede de la CUT dio dos vueltas
a la manzana buscando estacionamiento. En una esquina lo detuvo Carlos,
compañero de trabajo, que se dirigía a la CUT
a lo mismo que él. Bajó el vidrio y su compañero dijo, acelerado:
-
“Huevón, hay Golpe. Detuvieron a todos los que estaban en la CUT y también a los
que van llegando. Vámonos”. Se subió al auto y tomaron rumbo a la oficina.
Ambos
trabajaban en el Instituto Nacional de Capacitación, sede Tomás Moro, muy cerca
de la casa del Presidente Allende. En el trayecto se cruzaron con tanques y
tanquetas que iban al centro. Permanecieron en silencio, fumando, tomándole el
pulso a la mañana, sin ninguna información a mano. Al llegar a su lugar de trabajo divisaron desde la calle, sin
bajar del auto y con mucha cautela, el amplio estacionamiento. Había dos camiones del
Ejército donde los soldados estaban subiendo a la gente a gritos y punta de
culatas. Un par de soplones, que ellos conocían perfectamente, indicaban sin
pudor alguno, índice en alto, a los hombres y mujeres que eran subidos a los vehículos. Decidieron irse. Lo empezaba a invadir la sensación de que el día sería largo y
que el peligro les pisaba los talones.
¿Dónde
ir? No se le ocurría nada, estaba como aturdido y nunca fue muy rápido para
tomar decisiones. Carlos propone que vayan a una de las fábricas con las que
habían trabajado, antes de su viaje, en el Cordón Industrial de Vicuña
Mackenna: seguramente ahí encontrarían más compañeros y podrían resistir, y
sobretodo informarse de lo que estaba ocurriendo. Les urgía tener información.
Cuánto lamentó no haber instalado la radio que tenía pensado poner en el auto.
Se dio cuenta que no tenían plan de contingencia, estaban improvisando. No
tenía instrucciones de partido, nada que le sirviera para decidir qué hacer en
esa situación. Su partido era
relativamente pequeño y ese día se evidenció la falta de pragmatismo y exceso
de discurso. Al llegar a la fábrica buscaron al compañero al que todos llamaban
Barnabás, y le preguntaron si había armas o instrucciones para ellos. En realidad,
si le hubieran dado un arma no habría sabido qué hacer con ella y probablemente
habría hecho el ridículo. Estaban mal preparados, eso era definitivo. Barnabás,
de aspecto simple, detrás de una barba negra y espesa, les explicó que no era
necesario repartir armas ni encender los ánimos de los compañeros, porque confiaban
que existía una facción leal dentro del Ejército y que "la situación" se iba a
resolver de forma rápida, como había sucedido con el tanquetazo. Así que esperaron.
Eran alrededor de 200 personas, hombres y mujeres, y prácticamente no había
armas más que para algunos trabajadores de la fábrica que pertenecían a
partidos más grandes que el suyo. Al paso de las primeras horas la radio les
fue informando y las noticias no eran nada buenas. Supieron de la muerte del
Presidente y la rendición de la Moneda. Una mezcla de tristeza, sorpresa y profundo
abatimiento llenó los espacios. El silencio casi se tocaba, solo roto por el
roce de los fósforos al encenderse. El humo de los cigarros flotando en el
aire. Recuerda que algunos lloraron, un llanto mudo y desolado. Algunos
gritaron consignas a favor y en recuerdo del compañero Presidente.
La
tarde le pareció eterna. Esa noche descansaron en los galpones y comieron unas
conservas que había en la despensa del casino. En realidad no tenía hambre. Por
suerte había suficientes cigarros y no hacía frío. La mayoría no durmió. Él durmió un par de
horas, estaba exhausto. A la mañana siguiente, el hombre de la barba negra tuvo
que admitir que el Golpe era exitoso y que no tenía sentido permanecer en ese
lugar: afuera estaba rodeado de soldados armados
que en cualquier momento los iban a detener a todos. Se escuchaban balazos cada
cierto tiempo. Algunos trabajadores armados custodiaban la fábrica desde
portones y techos. A pesar de que no tenían comunicación con el exterior, sospechaban
que el Cordón estaba cayendo como un dominó. Era bastante evidente para todos los
ahí reunidos que faltaba organización y
coordinación para enfrentar esta situación y que, por tanto, lo único razonable era buscar un sitio seguro
donde protegerse. En lo inmediato, tenían que salir de ahí lo antes posible, en
grupos pequeños y dirigirse a distintos sitios de seguridad. Los dirigentes,
que en todo momento mantuvieron la calma y les daban discursos alentadores o de
consuelo, los organizaron a todos, en un lento proceso, por medio de unos papelitos que tenían un
número escrito a lápiz pasta (el orden para salir) y la dirección donde dirigirse, escrita con
grafito a trazo suave, para poder borrarla de ser necesario.
Cuando
llegó su turno, le indicaron salir solo, con el papel a grafito escondido en
un calcetín. Su dirección de seguridad quedaba en la Villa
Olímpica y debía caminar o arreglárselas para llegar como pudiera. Lo logró y en
un departamento pequeño y de persianas a medio cerrar lo recibió una joven
pareja de militantes comunistas, de los cuales no supo nombres. Ahí se alojó 4
días en un sofá. Lo trataron bien y compartieron con él sus escasos alimentos y
cigarros. Se disculparon por no tener agua caliente para la ducha ni tampoco café.
Pequeños gestos que no olvida hasta hoy. Tiempo después supo que momentos luego
de su salida de la fábrica, los soldados la allanaron. No todos habían
alcanzado a salir.
Al
cabo de esos días en el departamento cercano al Estadio Nacional, consideró que
debía regresar a casa. No había tenido comunicación con nadie de su familia ni
tampoco con los compañeros de partido. Pensó que su familia estaría preocupada
al no tener noticias suyas. Se despidió de los comunistas, agradecido, pero sin
muchas palabras y se trasladó hasta su casa en micro. Ya podría recoger su auto otro día. Tomó
café, se duchó y afeitó y de inmediato se presentó en el trabajo. Notó inmediatamente que faltaba mucha gente. Los
escritorios vacíos daban al lugar un aspecto de abandono y sus pasos retumbaban en
el suelo. Afuera había vehículos con soldados armados y cerca, en la bombardeada casa de la familia Allende, custodia militar permanente. Nadie le preguntó dónde se había metido
esos días. Simplemente le comunicaron que estaba indefinidamente suspendido de
sus funciones, pero no lo despidieron, como él esperaba. Hablaba cada vez
menos. Todo era muy difícil de comprender. Sin sentido, como una pesadilla
larga y absurda.
Durante
varios días no supo qué hacer, estaba acostumbrado a ir a trabajar. Se dedicó a averiguar el paradero de sus
compañeros de partido; supo que aquellos más importantes estaban a salvo fuera
de Chile. Le molestó sobremanera que arrancaran así, pero entendió su miedo y
tampoco tenía expectativas sobre su comportamiento, ni del comportamiento de
nadie en realidad. Al terminar la suspensión y presentarse nuevamente a la oficina, lo habían trasladado
desde Personal hacia otro Departamento donde no pudiera “hacer política”, lo
que no dejaba de ser gracioso, porque una de las razones para no
despedirlo fue que nunca había hecho política en su trabajo, como le aseguró su
jefe directo al interventor militar que ahora estaba a cargo y que se encerraba
en su oficina todo el día a hacer quién sabe qué, fumar y tomar café.
Todos en la oficina parecían asustados o al menos recelosos, excepto un par de idiotas –nunca
faltan, me explica- que se mostraban abiertamente contentos con la presencia de
los milicos en la oficina y se lo restregaban en la cara cada vez que podían.
Muchos de sus compañeros de trabajo estuvieron detenidos largo tiempo o simplemente
nunca regresaron. Varios de ellos habían sido detenidos el mismo once, cuando
los vio subir a los vehículos militares.
Algunos regresaron al trabajo semanas o hasta meses después, en calidad de mudos estropajos, dañados física y anímicamente. Uno de ellos se suicidó poco tiempo
después de ser liberado, él lo conocía bien y el cambio evidente en ese amigo le impresionó mucho. Empezaron a circular en voz baja historias de torturas a amigos
y conocidos, incluso a las mujeres, lo que le sorprendió mucho porque su formación había sido de respeto a las damas y no entendía esos niveles de violencia en su
país, donde las fuerzas armadas habían sido respetadas y honorables. Las historias que se
colaban por los pasillos eran en ocasiones tan grotescas que le costaba
creerlas y por supuesto solo se susurraban entre amigos de probada confianza.
Hace
una pausa y busca la palabra para definir lo que le asustaba en esos días: le daba
terror la arbitrariedad con que los podían detener y maltratar. A veces, por
orden del interventor, revisaban las oficinas en busca de armas, como si alguien
se fuera a atrever a esconderlas delante de su nariz. Los soldados daban vuelta
todo, abrían los conductos de ventilación y los cardex y gritaban como dementes
mientras registraban las oficinas. Otras veces algún compañero de trabajo lo
observaba demasiado y él se preguntaba si sería un soplón. En más de una
ocasión lo siguieron en el trayecto a casa. La arbitrariedad, sí, eso le asustaba
más que cualquier otra cosa.
Al
regresar al trabajo, pudo averiguar cómo fueron los primeros días en la oficina
luego del Golpe. Aparecieron -nadie sabe de dónde- dos listas escritas a
máquina con los nombres de los -y las- trabajadores agrupados por su opción
política, ya fueran militantes o simpatizantes. Una lista con los buenos, otra
con los malos, es decir, los upelientos. La lista perdedora fue subida –casi completa-
a los vehículos que vio en el
estacionamiento desde el auto la mañana del Golpe. Algunos de esa lista
estaban, como él, fuera del recinto esa mañana, pues era frecuente que apoyaran
en terreno a interventores, dirigentes sociales, sindicatos. Nunca supo si él
estaba en aquella lista, pero cree que
sí, porque muchos de sus contactos y amigos aparecían en ella.
Algunos
días eran, entre comillas, normales. Otros eran oscuros, y entonces recordaba que no estaba seguro en
ningún sitio. En particular recuerda una mañana en que le llamó a su oficina el
interventor militar. Le dijo que tomara asiento. Sacó del cajón una pistola y
se la mostró. Le dijo que la tomara. Se negó. Entonces le ordenó, en tono severo, que identificara el tipo
de arma, su calibre, alcance, etc. Él le respondió, con la mayor tranquilidad posible,
que no tenía idea. El militar se rió, lo miró fijamente, y le dijo que se
dejara de huevadas, que a eso fue al
país comunista ese, a aprender de armas. Cagué, pensó él. No se levantó de la
silla hasta que el militar lo autorizó. Se miraron largamente en silencio, como
leyendo al otro. Pero no ocurrió nada, solo quería joder y que él “supiera que
ellos sabían” de su viaje y los contactos que dejó allá. Mensajes como aquél le
llegaban de variadas formas. Suena a película de suspenso. Pero así era: sabían
de sus familiares, su rutina y trayectos, su historia, sus proyectos.
Pensó
en asilarse. Luego de un apresurado plan, llegó a las puertas de la embajada de
Dinamarca; la meta era retomar el camino interrumpido en septiembre. Allá,
donde había estudiado, lo estaban esperando. Pero no fue capaz de dejar a su madre.
En esos primeros meses muchos pensaban que exiliarse era sinónimo de nunca más
volver a la patria y la familia. Además él tenía la certeza de no haber hecho
nada ominoso como para tener que huir
como delincuente. Si lo hubiese hecho, con apenas treinta años, su vida habría
sido probablemente otra, no sabe si mejor o peor, pero distinta. Tres meses después de alejarse de la embajada,
cinco soldados lo tomaron detenido en su casa una noche. Pero esa es otra
historia que no quiere contar ahora.
En
invierno del 74, posterior a lo que él llama su “paseo forzado al regimiento”, lo despidieron por fin. Ese mismo día
también echaron a un tipo de derecha, de
esos con sobra de vanidad y falta de sesos. Caminaron juntos a la calle y éste le dijo:
- Mira cómo son las cosas, ¡nos
vamos juntos!
- No huevón, nos vamos al mismo
tiempo, pero juntos, ni cagando.
Esas
palabras aún las recuerda con humor. Decirlas fue un respiro en medio del
silencio obligatorio y permanente. Quería mantener su dignidad, aunque fuera en
pequeños gestos.
Llegó
el tiempo de cesantía, tres largos años, tratando de sobrevivir con distintas
actividades para las que no estaba en absoluto preparado y que le reportaban
muy escasos ingresos. Fueron tiempos muy duros. A un hombre le duele no poder proveer
a su familia. Sabía que encontrar un nuevo trabajo no sería fácil, por sus
antecedentes, aún así buscaba. Sabía que lo seguían, rondaban su casa de noche,
inmunes al toque de queda, registraban su auto. Luego de esos difíciles años
logró salir adelante gracias a una oportunidad única, una corbata prestada y
una entrevista en inglés que los demás postulantes no pudieron sortear. En
cuanto se presentó la oportunidad dejó Santiago y sus recuerdos opacos. Quería
llevar a sus hijos lejos de los sitios que lo volvían silencioso, retraído y
triste.
Hoy,
en retrospectiva, me dice que es un hombre con suerte. Si la mañana del once hubiera salido temprano, estacionado fácil y entrado puntualmente a la CUT, o si
hubiera estado en la oficina, tal vez otra historia se contaría. Las personas
que fueron detenidas esa mañana desde el trabajo, desde el Cordón, desde sus
casas, no eran distintas a él en nada, simplemente estaban en el lugar y momento
equivocado. Por meses a partir del once, el azar detuvo a la represión que
extendía sus tentáculos hasta cada rincón de su vida. Finalmente, le tocó lo
mismo que a tantos y tantas. Fue detenido, pensó que moriría, pero vivió.
"Qué
suerte tengo", me dice con su sonrisa de dientes grandes y enciende un cigarro.