martes, 23 de diciembre de 2014

Recuento

Terminando otro año recuento un camino largo que ahora parece breve,
atravesando túneles sombríos salí a la luz de sueños incubados,
silencios momentáneos, encierros voluntarios
y luego... la vida. 

Vida nueva que explota desde nada,
fundación de humanos que las mujeres acogemos con humildad.
El sueño postergado que invocamos juntos, cansados de esperar lo perfecto.
Te soñé, te llamamos, viniste. 

Se cierra el año y recuento lo mismo de siempre:
más aciertos que errores, aliados que enemigos,
más letras que omisiones.

Más cosecha que muerte.


martes, 23 de septiembre de 2014

Anaranjarse como es debido

No me gusta el naranjo, salvo al atardecer
cuando el cielo revela sus colores  
y desde mi jardín, pies en tierra, ojos atentos
sigo al este el cielo oscuro contra un chilco que brota,
al oeste la estela del sol cansado contra la silueta chascona de mis abedules,
en el centro el canelo, alto e inmóvil apuntando al cielo
como ordenando "míralo".

Últimos pájaros cruzan gritando las buenas noches
y se confunden con juegos de niños que adivino detrás del muro.
Desde la carretera llega rumor de motores
y pienso en los que viajan apretujados, en alguna ciudad grande
mirando sin ver edificios lastimeros y grises
que nunca cambian ni se anaranjan como es debido;
en los que conducen a esta hora, agotados y solos,
que tal vez no tienen un jardín lleno de aromas
o si lo tienen no lo observan porque perdieron la costumbre.
Porque perdieron el asombro.

Quise decir simplemente que, cuando el horizonte se inflama
reviso mi día y sí, puedo decir que fue una buena jornada
para agregar a mi registro de naranjos.


jueves, 11 de septiembre de 2014

Su 11 de Septiembre

Es de pocas palabras y no acostumbra hablar de sí mismo. Sin embargo, hoy quiere echar mano a la memoria y contarme cómo fue su once de septiembre del 73 y los meses siguientes.

Pasadas las ocho de la mañana del día once se subió a su Fiat 600 color celeste con rumbo a la sede de la CUT en el centro de Santiago. Iba bastante atrasado. Había regresado del extranjero hace apenas un mes, donde estuvo estudiando para capacitar a los interventores del área industrial, a través de la CUT. Debía regresar a terminar sus estudios -dos años más de economía política-, así que estaba de paso en Chile haciendo el papeleo necesario para viajar.

Pero no nos desviemos del tema. Después de las ocho enciende el motor. El   auto no tenía radio y él todavía iba bastante dormido. En el camino vio algunas banderas chilenas colgadas de los balcones y se preguntó ¿por qué el apuro? si aún faltaba una semana para el dieciocho. Al llegar a la sede de la CUT dio dos vueltas a la manzana buscando estacionamiento. En una esquina lo detuvo Carlos, compañero de trabajo, que se dirigía a la CUT  a lo mismo que él. Bajó el vidrio y su compañero dijo, acelerado:

- “Huevón, hay Golpe. Detuvieron a todos los que estaban en la CUT y también a los que van llegando. Vámonos”. Se subió al auto y tomaron rumbo a la oficina.

Ambos trabajaban en el Instituto Nacional de Capacitación, sede Tomás Moro, muy cerca de la casa del Presidente Allende. En el trayecto se cruzaron con tanques y tanquetas que iban al centro. Permanecieron en silencio, fumando, tomándole el pulso a la mañana, sin ninguna información a mano. Al llegar a su  lugar de trabajo divisaron desde la calle, sin bajar del auto y con mucha cautela, el  amplio estacionamiento. Había dos camiones del Ejército donde los soldados estaban subiendo a la gente a gritos y punta de culatas. Un par de soplones, que ellos conocían perfectamente, indicaban sin pudor alguno, índice en alto, a los hombres y mujeres  que eran subidos a los vehículos. Decidieron irse. Lo empezaba a invadir la sensación de que el día sería largo y que el peligro les pisaba los talones.

¿Dónde ir? No se le ocurría nada, estaba como aturdido y nunca fue muy rápido para tomar decisiones. Carlos propone que vayan a una de las fábricas con las que habían trabajado, antes de su viaje, en el Cordón Industrial de Vicuña Mackenna: seguramente ahí encontrarían más compañeros y podrían resistir, y sobretodo informarse de lo que estaba ocurriendo. Les urgía tener información. Cuánto lamentó no haber instalado la radio que tenía pensado poner en el auto. Se dio cuenta que no tenían plan de contingencia, estaban improvisando. No tenía instrucciones de partido, nada que le sirviera para decidir qué hacer en esa situación. Su  partido era relativamente pequeño y ese día se evidenció la falta de pragmatismo y exceso de discurso. Al llegar a la fábrica buscaron al compañero al que todos llamaban Barnabás, y le preguntaron si había armas o instrucciones para ellos. En realidad, si le hubieran dado un arma no habría sabido qué hacer con ella y probablemente habría hecho el ridículo. Estaban mal preparados, eso era definitivo. Barnabás, de aspecto simple, detrás de una barba negra y espesa, les explicó que no era necesario repartir armas ni encender los ánimos de los compañeros, porque confiaban que existía una facción leal dentro del Ejército y que "la situación" se iba a resolver de forma rápida, como había sucedido con el tanquetazo. Así que esperaron. Eran alrededor de 200 personas, hombres y mujeres, y prácticamente no había armas más que para algunos trabajadores de la fábrica que pertenecían a partidos más grandes que el suyo. Al paso de las primeras horas la radio les fue informando y las noticias no eran nada buenas. Supieron de la muerte del Presidente y la rendición de la Moneda. Una mezcla de tristeza, sorpresa y profundo abatimiento llenó los espacios. El silencio casi se tocaba, solo roto por el roce de los fósforos al encenderse. El humo de los cigarros flotando en el aire. Recuerda que algunos lloraron, un llanto mudo y desolado. Algunos gritaron consignas a favor y en recuerdo del compañero Presidente.

La tarde le pareció eterna. Esa noche descansaron en los galpones y comieron unas conservas que había en la despensa del casino. En realidad no tenía hambre. Por suerte había suficientes cigarros y no hacía frío.  La mayoría no durmió. Él durmió un par de horas, estaba exhausto. A la mañana siguiente, el hombre de la barba negra tuvo que admitir que el Golpe era exitoso y que no tenía sentido permanecer en ese lugar: afuera estaba rodeado de soldados   armados que en cualquier momento los iban a detener a todos. Se escuchaban balazos cada cierto tiempo. Algunos trabajadores armados custodiaban la fábrica desde portones y techos. A pesar de que no tenían comunicación con el exterior, sospechaban que el Cordón estaba cayendo como un dominó. Era bastante evidente para todos los ahí reunidos que faltaba organización y  coordinación para enfrentar esta situación y que, por tanto,  lo único razonable era buscar un sitio seguro donde protegerse. En lo inmediato, tenían que salir de ahí lo antes posible, en grupos pequeños y dirigirse a distintos sitios de seguridad. Los dirigentes, que en todo momento mantuvieron la calma y les daban discursos alentadores o de consuelo, los organizaron a todos, en un lento proceso,  por medio de unos papelitos que tenían un número escrito a lápiz pasta (el orden para salir) y la  dirección donde dirigirse, escrita con grafito a trazo suave, para poder borrarla de ser necesario.

Cuando llegó su turno, le indicaron salir solo, con el papel a grafito escondido en un  calcetín.  Su  dirección de seguridad quedaba en la Villa Olímpica y debía caminar o arreglárselas para llegar como pudiera. Lo logró y en un departamento pequeño y de persianas a medio cerrar lo recibió una joven pareja de militantes comunistas, de los cuales no supo nombres. Ahí se alojó 4 días en un sofá. Lo trataron bien y compartieron con él sus escasos alimentos y cigarros. Se disculparon por no tener agua caliente para la ducha ni tampoco café. Pequeños gestos que no olvida hasta hoy. Tiempo después supo que momentos luego de su salida de la fábrica, los soldados la allanaron. No todos habían alcanzado a salir.

Al cabo de esos días en el departamento cercano al Estadio Nacional, consideró que debía regresar a casa. No había tenido comunicación con nadie de su familia ni tampoco con los compañeros de partido. Pensó que su familia estaría preocupada al no tener noticias suyas. Se despidió de los comunistas, agradecido, pero sin muchas palabras y se trasladó hasta su casa en micro.  Ya podría recoger su auto otro día. Tomó café, se duchó y afeitó y de inmediato se presentó en el trabajo. Notó  inmediatamente que faltaba mucha gente. Los escritorios vacíos daban al lugar un aspecto de abandono y sus pasos retumbaban en el suelo. Afuera había vehículos con soldados armados y cerca, en la bombardeada casa de la familia Allende, custodia militar permanente. Nadie le preguntó dónde se había metido esos días. Simplemente le comunicaron que estaba indefinidamente suspendido de sus funciones, pero no lo despidieron, como él esperaba. Hablaba cada vez menos. Todo era muy difícil de comprender. Sin sentido, como una pesadilla larga y absurda.

Durante varios días no supo qué hacer, estaba acostumbrado a ir a trabajar.  Se dedicó a averiguar el paradero de sus compañeros de partido; supo que aquellos más importantes estaban a salvo fuera de Chile. Le molestó sobremanera que arrancaran así, pero entendió su miedo y tampoco tenía expectativas sobre su comportamiento, ni del comportamiento de nadie en realidad. Al terminar la  suspensión y presentarse nuevamente a la oficina, lo habían trasladado desde Personal hacia otro Departamento donde no pudiera “hacer política”, lo que no dejaba de ser gracioso, porque una de las razones para no despedirlo fue que nunca había hecho política en su trabajo, como le aseguró su jefe directo al interventor militar que ahora estaba a cargo y que se encerraba en su oficina todo el día a hacer quién sabe qué, fumar y tomar café.

Todos en la oficina parecían asustados o al menos recelosos, excepto un par de idiotas –nunca faltan, me explica- que se mostraban abiertamente contentos con la presencia de los milicos en la oficina y se lo restregaban en la cara cada vez que podían. Muchos de sus compañeros de trabajo estuvieron detenidos largo tiempo o simplemente nunca regresaron. Varios de ellos habían sido detenidos el mismo once, cuando los vio subir  a los vehículos militares. Algunos regresaron al trabajo semanas o hasta meses después, en calidad de mudos estropajos, dañados física y anímicamente. Uno de ellos se suicidó poco tiempo después de ser liberado, él lo conocía bien y el cambio evidente en ese amigo le impresionó mucho. Empezaron a circular en voz baja historias de torturas a amigos y conocidos, incluso a las mujeres, lo que le sorprendió mucho porque su formación había sido de respeto a las damas y no entendía esos niveles de violencia en su país, donde las fuerzas armadas habían sido respetadas y honorables. Las historias que se colaban por los pasillos eran en ocasiones tan grotescas que le costaba creerlas y por supuesto solo se susurraban entre amigos de probada confianza.

Hace una pausa y busca la palabra para definir lo que le asustaba en esos días: le daba terror la arbitrariedad con que los podían detener y maltratar. A veces, por orden del interventor, revisaban las oficinas en busca de armas, como si alguien se fuera a atrever a esconderlas delante de su nariz. Los soldados daban vuelta todo, abrían los conductos de ventilación y los cardex y gritaban como dementes mientras registraban las oficinas. Otras veces algún compañero de trabajo lo observaba demasiado y él se preguntaba si sería un soplón. En más de una ocasión lo siguieron en el trayecto a casa. La arbitrariedad, sí, eso le asustaba más que cualquier otra cosa.

Al regresar al trabajo, pudo averiguar cómo fueron los primeros días en la oficina luego del Golpe. Aparecieron -nadie sabe de dónde- dos listas escritas a máquina con los nombres de los -y las- trabajadores agrupados por su opción política, ya fueran militantes o simpatizantes. Una lista con los buenos, otra con los malos, es decir, los upelientos. La lista perdedora fue subida –casi completa- a los vehículos que  vio en el estacionamiento desde el auto la mañana del Golpe. Algunos de esa lista estaban, como él, fuera del recinto esa mañana, pues era frecuente que apoyaran en terreno a interventores, dirigentes sociales, sindicatos. Nunca supo si él estaba en aquella  lista, pero cree que sí, porque muchos de sus contactos y amigos aparecían en ella.

Algunos días eran, entre comillas, normales. Otros eran oscuros,  y entonces recordaba que no estaba seguro en ningún sitio. En particular recuerda una mañana en que le llamó a su oficina el interventor militar. Le dijo que tomara asiento. Sacó del cajón una pistola y se la mostró. Le dijo que la tomara. Se negó. Entonces le  ordenó, en tono severo, que identificara el tipo de arma, su calibre, alcance, etc. Él le respondió, con la mayor tranquilidad posible, que no tenía idea. El militar se rió, lo miró fijamente, y le dijo que se dejara de huevadas, que a eso  fue al país comunista ese, a aprender de armas. Cagué, pensó él. No se levantó de la silla hasta que el militar lo autorizó. Se miraron largamente en silencio, como leyendo al otro. Pero no ocurrió nada, solo quería joder y que él “supiera que ellos sabían” de su viaje y los contactos que dejó allá. Mensajes como aquél le llegaban de variadas formas. Suena a película de suspenso. Pero así era: sabían de sus familiares, su rutina y trayectos, su historia, sus proyectos.

Pensó en asilarse. Luego de un apresurado plan, llegó a las puertas de la embajada de Dinamarca; la meta era retomar el camino interrumpido en septiembre. Allá, donde había estudiado, lo estaban esperando. Pero no fue capaz de dejar a su madre. En esos primeros meses muchos pensaban que exiliarse era sinónimo de nunca más volver a la patria y la familia. Además él tenía la certeza de no haber hecho nada ominoso como para  tener que huir como delincuente. Si lo hubiese hecho, con apenas treinta años, su vida habría sido probablemente otra, no sabe si mejor o peor, pero distinta. Tres  meses después de alejarse de la embajada, cinco soldados lo tomaron detenido en su casa una noche. Pero esa es otra historia que no quiere contar ahora.

En invierno del 74, posterior a lo que él llama su “paseo forzado al regimiento”, lo despidieron por fin. Ese mismo día también echaron a un tipo de derecha,  de esos con sobra de vanidad y falta de sesos. Caminaron  juntos a la calle y éste le dijo:
-      Mira cómo son las cosas, ¡nos vamos juntos!
-      No huevón, nos vamos al mismo tiempo, pero juntos, ni cagando.
Esas palabras aún las recuerda con humor. Decirlas fue un respiro en medio del silencio obligatorio y permanente. Quería mantener su dignidad, aunque fuera en pequeños gestos.

Llegó el tiempo de cesantía, tres largos años, tratando de sobrevivir con distintas actividades para las que no estaba en absoluto preparado y que le reportaban muy escasos ingresos. Fueron tiempos muy duros. A un hombre le duele no poder proveer a su familia. Sabía que encontrar un nuevo trabajo no sería fácil, por sus antecedentes, aún así buscaba. Sabía que lo seguían, rondaban su casa de noche, inmunes al toque de queda, registraban su auto. Luego de esos difíciles años logró salir adelante gracias a una oportunidad única, una corbata prestada y una entrevista en inglés que los demás postulantes no pudieron sortear. En cuanto se presentó la oportunidad dejó Santiago y sus recuerdos opacos. Quería llevar a sus hijos lejos de los sitios que lo volvían silencioso, retraído y triste.

Hoy, en retrospectiva, me dice que es un hombre con suerte. Si la mañana del once hubiera salido temprano, estacionado fácil y entrado puntualmente a la CUT, o si hubiera estado en la oficina, tal vez otra historia se contaría. Las personas que fueron detenidas esa mañana desde el trabajo, desde el Cordón, desde sus casas, no eran distintas a él en nada, simplemente estaban en el lugar y momento equivocado. Por meses a partir del once, el azar detuvo a la represión que extendía sus tentáculos hasta cada rincón de su vida. Finalmente, le tocó lo mismo que a tantos y tantas. Fue detenido, pensó que moriría, pero vivió.

"Qué suerte tengo", me dice con su sonrisa de dientes grandes y enciende un cigarro.




jueves, 21 de agosto de 2014

Instrucciones para el día del apagón

No tengo prisa por dejarlos,
sin embargo, es preciso hacer pequeños manifiestos
para el día del apagón rotundo. 
Cuando me vaya no quiero caras tristes
que reciten mis virtudes ni me cubran de aplauso.

No quiero música triste, sino la mía,
Nick Cave en Into my arms me gustaría
o los Quila con algo nortino que suene a fiesta.
Canten, fumen, coman
y rían de mis abundantes defectos y errores.

Pueden proyectar fotos
donde la luz me atrape feliz con hijas y nietos
y también algunas de las muchas que no me favorecen,
-como es mi costumbre-
y que por regla familiar son motivo de carcajadas.
Pueden recordar mis frases comunes,
leer algo que haya escrito
o repartir mis escritos entre los amigos.
Ojalá lean en voz alta el Poema 12 de Neruda,
tal vez no sepan, pero fue escrito para mí.

No quiero misa ni ceremonias silenciosas con caras mustias y velas,
me gustaría más el ruido de niños y cubiertos,
porque la vida es, en gran medida, crecer y comer.
No gasten en flores que luego se pudren
prefiero dibujos y tarjetas,
que pueden recoger en una cajita, para mis hijas.

Por favor, no me acomoden bien vestida bajo la oscura tierra
en ese trámite estéril de encierro,
prefiero donar lo que sea útil, muy poco seguramente,
y el resto se arroje al viento al atardecer;
quiero planear en algún bosque húmedo,
poblado por aves ruidosas pero invisibles,
lejos del cemento caliente y su impasible afán de hormiga;
donde el viento me lleve donde estime conveniente
y si me acuesta a orillas de un lago austral tanto mejor.

Sin lamento o sufrimiento,
prefiero que me despidan con sus abrazos
se digan “te quiero”  entre ustedes, con miradas y voces,
y brinden por mi buen viaje -quién sabe dónde. ¡Salud!
Que al finalizar se repartan mis pocas cosas,
mis libros, fotos, los anillos que nunca usé
y mis cajas con recuerdos.

Espero den a mis hijas todos los besos que no podré ofrecerles
y a mi jardín el agua que necesite.


lunes, 11 de agosto de 2014

Pena

No sé motivo o pretexto,
pero el silencio se me metió debajo de la piel.
Algo con sabor a muerte me colma la boca
y mis manos vuelven a su rigidez de invierno.
Se me contagió la pena y no me la puedo sacudir,
todo me parece sombrío y gélido
y no se me quitan las ganas de llorar.
Parezco una máquina arruinada
que nadie sabe arreglar,
tan cansada que hasta amar es una cima
que no sé si  puedo escalar.

No sé si es la luna gigante,
o  la mujer con sus ciclos de magia,
no sé si es haberme sentado en la tumba que selló mi infancia
o ver el mar que me aflige con su ir y venir.
No sé si fue la ciudad donde dejé una vida
planeada y sin hacer.
No sé si es el invierno con su rumor de viento
o el desamor de los años pares,
y también de algunos impares.


domingo, 27 de julio de 2014

La voz en las manos

Ansío hablar, pero no nace sonido alguno de mi boca:
la voz viajó a mis manos, convertida en suave guante que toca el silencio,
tan mío que se ha vuelto amigo, costumbre, piel y hogar.

Desde que escribo no corro ni desespero,
desde que escribo me calmo y sereno,
modero y suavizo.

Desde que escribo, no temo.


sábado, 26 de julio de 2014

La caída

Caminaba rápidamente mientras caía una suave lluvia. En la vereda húmeda brillaba el reflejo de los faroles de la calle, encendidos uno por medio. Pensaba en el fabuloso relato policial que había dejado en casa, junto con mi paraguas. Luego de una curva apuré el paso para evitar la lluvia que se hacía más fuerte y crucé la avenida corriendo antes que cambiara el semáforo. Las gotas brillaban al contraste de las luces de los autos detenidos. Seguí mi camino por la vereda norte de la avenida y tomé una oscura calle perpendicular. Me distraje un instante, todavía pensando en las gotas iluminadas, y en una falla de la vereda tropecé y caí.

Al caer me quebré sin hacer ruido y las partes rotas saltaron. Mi mano derecha cayó bastante lejos, detrás de un pequeño arbusto, junto con el cigarro húmedo pero aún encendido entre mis dedos. Mi mano izquierda fue a parar al agua mezclada con tierra y aceite de autos, que cuando llueve se acumula  invariablemente en la  avenida y fluye hacia las calles cercanas. Mis pies quien sabe dónde saltaron, no podía verlos desde el ángulo en que cayó mi cabeza y menos aun a la luz intermitente de los escasos faroles. Las pocas personas  que transitaban continuaban su frenético camino, indiferentes a mis restos esparcidos por el suelo, y en más de una ocasión patearon sin querer mi cabeza, que rodaba de manera que mi campo de visión iba cambiando. No las culpo, la calle estaba semi oscura, la intensa lluvia los obligaba a apurarse y la avenida con su ajetreo y bocinas opacaba todo detalle y encandilaba a todos. Me pareció que un niño pequeño, tirado de una mano adulta, reparó en mi cabeza. Tal vez me vio gracias a su escasa estatura, o tal vez porque los niños van más atentos a esas cosas extrañas.

El resto de mi cuerpo, brazos, piernas y tronco también quedó esparcido, indefenso, la mayor parte en el pequeño borde de tierra y plantas que separaba la accidentada vereda de los edificios enrejados de aquella calle. Sólo mi pierna izquierda había resistido la caída, quedando unida al tronco.

Cerré los ojos convencida de que encontraría la forma de reunir las partes separadas a la mañana siguiente. No era la primera vez que me sucedía este extraño fenómeno. Ya había sido desmembrada al menos dos veces siendo adulta y una vez cuando niña. Por supuesto nadie nunca lo supo. No podía ir por ahí contando que me desarmaba como un puzle sin que pensaran mal de mí. Las personas suelen acostumbrarse a cosas extrañas si aparecen en el cine o las novelas, pero en la vida real son más conservadoras y una persona que se rompe no encaja dentro de lo explicable y por tanto, entendible.

Volviendo a mi relato, al cabo de no sé cuánto tiempo abrí los ojos: las personas y  autos habían disminuido mucho, la avenida parecía desierta y muda salvo por algún vehículo que pasaba de vez en cuando en la noche  y la lluvia comenzó a amainar. Mi calle estaba desierta. Decidí dormir. Dormí profundamente y tuve sueños maravillosos sobre vuelos en un cuerpo completo y alado. Me elevé sobre algunos lugares conocidos de mi infancia y luego sobre campos arados, lagos pequeños y finalmente la orilla del mar con su sereno murmullo. Antes del amanecer desperté con el ruido de los pájaros de la plaza cercana. La humedad cubría el suelo y pude ver a la luz de la mañana que mis partes se encontraban relativamente en el mismo sitio donde habían caído la noche anterior. Puse toda mi voluntad y concentración en reunirlas. Si mis manos podían moverse y acercarse a los brazos estaría a salvo. Logré mover algunos dedos y eso me dio esperanzas. La mano derecha soltó la colilla mojada, aun entre los entumecidos dedos. La izquierda, más fuerte, subió la acera, mojada y sucia y se arrastró hacia su brazo. Los pies, que últimamente han sido mi  parte débil, no se movían, pero entonces aparecieron algunos perros de la calle, que a esa hora buscan comida entre la basura. Uno de ellos se detuvo a observar y al cabo de corto rato movió mis pies hacia sus respectivas piernas tomándolos con delicadeza entre su hocico. Son perros muy inteligentes los que viven en la calle. Sospecho que han visto personas desarmadas antes. Me miró un momento con tristes ojos brillantes y decidió acompañarme. Era pequeño y olía a pelo mojado, pero me dio el calor que necesitaba acomodando su cuerpo junto a mis restos que poco a poco y torpemente se iban juntando.


Finalmente -y después de no poco esfuerzo- logré reunir todas mis partes y poner mi cabeza sobre el dolorido cuello. Miré hacia abajo: estaba completa. Sacudí mi sucia ropa y me pasé las manos por el pelo. Sabía que mi aspecto era desastroso, con alguno que otro arañazo, pero nadie lo notaría a esa hora de la mañana, sumergidos como van en sus propios afanes y batallas. Me dispuse a caminar de regreso a casa, donde un baño y un café terminarían de reponer el cuerpo recién armado. La avenida empezaba su movimiento diario. Yo también. 


lunes, 16 de junio de 2014

Oscuro

La soledad profunda que quiebra el alma es muda,
solo algunos la escuchan,
se reconocen entre sí por los ojos,
ojos que claman mientras la boca calla.

La decepción inmensa, el agua sucia, el frío eterno.
Secretos. Manchas. Hipocresía.

Has contaminado mi vida de formas irreparables.
Opaco, sombrío.

Oscuro.





jueves, 24 de abril de 2014

Visiones de Ternura

Cierro los ojos y evoco imágenes de ternura.

Una pareja de viejos caminando de la mano. Despacio.
Un padre arropando un hijo dormido. Delicado.
Un niño acariciando el lomo de un animal. Suave.
Una madre amamantando. Sin prisa.
Manos en la tierra húmeda, sembrando. Pacientes.

Traigo un defecto de fábrica:
el mundo me parece hostil con su vocación de combate. 
Un titán dispuesto a todo. Me queda grande. Abruma.
Necesito ausentarme, despierta o soñando,
de su vulgaridad y violencia.
La ternura se me muestra entonces de muchas formas. 
Existe. No ha muerto!


La ternura vence, con calma, las prisas absurdas del mundo.


Escribir es osadía

Escribir es un acto de osadía:
vencer la vergüenza de desnudarse, imperfecto,
delante de todos,
incluso aquellos que no te tienen afecto.



lunes, 14 de abril de 2014

La mosca en el plato (el fin del placer)

Sentados a la mesa de su lugar habitual de los jueves, pidieron los platos de siempre. Él  esperaba ansioso el ceviche peruano que era su favorito. Un verdadero placer. Mientras esperaban ella se quejaba de las mismas cosas que se lamentaba cada jueves a esa hora y en ese lugar. Los mismos gestos, los mismos cambios de tono. Él la observaba y pensaba que sí, la quería, pero sus quejas estaban llegando a su límite de resistencia. Se preguntaba si valía la pena soportar, junto con lo bueno de ella, todo lo malo. Dudaba al respecto. Sentía que una cosa más, una pequeña e insignificante, colmaría su paciencia.

Llegaron sus platos y el vino. Cuando él empezaba a mover la comida con el tenedor, ella le preguntó aquello que él estaba harto de escuchar. La misma pregunta de cada semana. La que no quería contestar porque para él no era importante. Bajó la vista molesto y vio la mosca en su plato, muerta y aplastada entre el pescado y el pulpo y se dijo “Basta”.


No regresaron juntos ni por separado a ese lugar. Él dejó de comer ceviche y de ella... de ella tampoco supo más.


lunes, 31 de marzo de 2014

100 PALABRAS: La colilla en el paradero

Estaba lloviendo. Ella se sentó bajo el paradero y comenzó a revisar mentalmente el inventario de su vida. No le faltaba nada. A medida que oscurecía pensó en él, habían acordado reunirse ahí. Mientras lo esperaba encendió un cigarro y observó el humo ondular en la brisa. La noche estaba clara a pesar de la lluvia. Entre ellos, sin embargo, nada lo estaba. No podían retroceder las palabras a las gargantas ni las caricias a las manos. Miró su reloj y se marchó, justo a tiempo. Cuando él llegó, vio la colilla a medio apagar en el suelo y comprendió.


100 PALABRAS: Aniversario

Desayunaron por separado. Fueron al trabajo en silencio, la radio llenando el espacio. Sin beso se despidieron. Ella pensaba en su problema de sincronización: cuando te quise, tú no a mí. Ahora me quieres, pero es tarde.
Esa noche él quiso decirle: te amo, perdóname los errores involuntarios. Al verla detrás de un libro, desistió. Lo ensayado quedó sin estreno. Pensó servir copas de vino, tomar su mano. A fin de cuentas, estaban de aniversario. Ella se levantó primero a preparar café. Tenía las manos frías.

Anocheció. En la cama ella leyó sobre Cronopios y luego apagó la luz.


100 PALABRAS: Ascensor

El edificio tiene dos ascensores. Vive solo, en el piso once. No tiene pareja ni anda buscando. Su vida es tranquila, rutinaria pero agradable. Le gusta su soledad. Una mañana, dos pisos debajo del suyo, el ascensor se abre. Sube ella. La mujer más linda que ha visto. Durante semanas se encuentran a diario y conversan el corto trayecto abajo. Sin nombres. Ella lo hace reír. Fantasea con ella y su compañía.

Cuando por fin decide invitarla a salir, ella ha dejado el edificio. Regresa cabizbajo a su rutina solitaria, sin volver a conversar con nadie en el ascensor. 


100 PALABRAS: Iguales

Un miércoles nuestra ropa desapareció. Quedamos completamente desnudos. Algunos gritaron asombrados, otros rieron nerviosos.  El gobierno, preparado para muchas catástrofes, pero no para ésta, emitió un comunicado radial pidiendo calma a la población. Reinó el miedo. Al pasar los días constatamos que no había solución al fenómeno mundial. Un cambio de Era, decían algunos. Tuvimos que continuar nuestras vidas sin disfraces ni nada que nos diferenciara a primera vista. Expuestos, iguales, imperfectos. Sin muestras de estatus o jinetas. Choferes, profesores, sacerdotes, panaderos, policías, millonarios e indigentes, todos piluchos. Viejos, jóvenes, lampiños y peludos, gordas y flacas. Trabajamos, estudiamos, criamos. Vivimos. 


100 PALABRAS: Muerte del padre

Su padre murió una madrugada de otoño. Él había dormido a ratos, sentado junto a la cama, esperando la muerte anunciada. Cuando su padre finalizó la lucha, él dormía. Afortunadamente, se habían despedido horas antes, sin palabras, de la mano. Había besado su frente y dicho con los ojos que todo estaba bien, que había sido un buen padre.
A partir de entonces, cada mañana al afeitarse, el espejo le traía un recuerdo: su padre siempre decía que un hombre debía poder mirarse al espejo sin ponerse colorado.

Era un buen consejo para enfrentar  la rutina de la gran ciudad.


miércoles, 5 de marzo de 2014

El Visitante

Hace unos días llegó a nuestro jardín un pájaro nuevo. Es más grande que un gorrión, de plumaje gris y su cabeza tiene franjas negras y blancas. Vive en los abedules y no tiene miedo de nosotros, nuestras voces o el humo de los cigarros.

Esta mañana lo observé largo rato mientras se limpiaba las plumas en un ritual hermoso, en la rama más baja del árbol. Le tomo un par de fotos y él permanece quieto. A veces me parece que me observa de vuelta. Baja al bebedero de madera que pusimos en un rincón del jardín, se baña o bebe. Camina por el pasto con calma, recorriendo el jardín completo y, a  veces, el borde de la  terraza.


Por primera vez no quiero que se apure el otoño. Temo que al caer las hojas el visitante se vaya.


domingo, 23 de febrero de 2014

Lago Maihue

Pasé la tarde en una especie de paraíso solitario, en la ribera más alejada de un lago enorme y quieto:  el río llegando tranquilo al amplio lago, el silencio absoluto de la naturaleza virgen. Árboles antiguos se mecen cerca de la orilla y al frente el monte poblado de verde, como un muro gigante que corta un  cielo sin nubes.

Me quedo hasta la puesta de sol tendida en la fina arena. el atardecer es distinto para mí: el sol se pone tras un cerro, detrás del lago. En el camino de regreso, al borde del angosto camino de tierra y piedras, una niña nos mira pasar. Debe  tener unos doce años, tal vez menos. Las pocas casas que bordean el camino son pobres, una de ellas debe ser la suya. Nuestro auto levanta polvo a pesar de avanzar lentamente. Ella nos observa hasta que desaparecemos tras la curva. 

Me pregunto cuáles son sus opciones de salir de ahí, de abandonar ese sitio que a mí me parece un paraíso. Qué oportunidades tendrá de irse a la ciudad, estudiar y no regresar a la pobreza, el polvo y el destierro de ese lago lejano que pocos llegan a conocer y de seguro no querrían habitar en invierno.


Comienzo a sentirme culpable, quiero llegar pronto a mi casa. Lo que para mí es un paseo voluntario al edén es para ella una larga estancia en el encierro.



jueves, 30 de enero de 2014

Todas mis voces se apagan

En días como este todas mis voces se apagan.
Me prometo no hablar más, 
cierta de que cada palabra será usada
ante el Tribunal de la Rabia.

En días como este todas mis voces se apagan,
como si ningún sitio pudiera llamarlo hogar
y ninguna persona pueda llamarla amigo.

El cielo pesa como sólo lo hace cuando quiere llover y no puede.
Mi cabeza pesa como sólo lo hace cuando quiere escribir y no puede.
Las manos tiemblan y se doblan las  piernas
ante la carga de la decepción repetida y el silencio forzado, violento.

En días como este todas mis voces se apagan
y desean nunca más volver a sonar.





miércoles, 8 de enero de 2014

El hombre que no sabía esperar

Conocí a un hombre que no sabía esperar. 

Cuando era niño sus padres sufrían sus urgencias: por leche, comida, juguetes, abrazos, por todo. A medida que fue creciendo no supo ni quiso esperar, sino todo lo contrario. No podía esperar que le sirvieran el almuerzo al llegar del colegio, así que iba directamente a la cocina y comía desde la olla. A veces se comía el postre antes que el almuerzo. Se desesperaba esperando que dieran las cinco para ver su programa favorito, así que se lo grabaron y lo veía a cualquier hora. En el colegio no esperaba ni el recreo, ni la colación o la hora de salida, simplemente hacía lo que deseaba en el momento preciso del deseo. Como no podía esperar su cumpleaños ni navidad, sus padres festejaban al niño en cualquier fecha. 

Estudió una carrera corta, no quería esperar años para trabajar y  recibir un sueldo. Una vez trabajando iba regularmente a jugar al casino: no podía esperar a fin de mes para tener dinero en los bolsillos. Cuando tenía el dinero en la mano lo gastaba, no podía esperar a tener lo que había visto en las vitrinas. En cualquier sitio donde tuviera que hacer fila, como el banco, inventaba excusas: "estoy muy enfermo", decía al guardia, ¿podría hacerme pasar adelante?

Se enamoró de una compañera de oficina y decidió casarse el mes siguiente, para no esperar a su amor verdadero, que podía demorar bastante en llegar. Compró inmediatamente una casa, sin haber ahorrado ni esperar que la novia decidiera si le gustaba realmente. Llenó el jardín de plantas ya crecidas. Tuvieron un  hijo el primer año de casados, al que colmaba de cosas innecesarias. No tuvieron más hijos porque él no quería volver a esperar nueve meses y adoptar resultaba demasiado burocrático y lento. Su matrimonio duró poco: él no supo esperar  que su esposa lo comprendiera, ni supo esperarla cuando hacían el amor, ni quiso aguardar que ella se realizara en sus propias actividades, mucho menos esperar a que los problemas entre ellos se solucionaran. 

La vida es corta, se decía, no vale la pena vivir esperando.

Hizo casi todo lo que quiso en la vida sin esperar por ello. Leía el final de los libros antes del comienzo, apuraba a los meseros, sólo leía los titulares  y tocaba la bocina en cada semáforo, solo por la costumbre de no esperar. Tuvo numerosos accidentes estúpidos y evitables, muchas multas de tránsito, por ir demasiado apurado hacia su siguiente destino. Conoció muchísima gente, pero con nadie pudo entablar una amistad profunda porque eso requiere paciencia, tiempo y espera. Les caía bien a todos, pero habitualmente  estaba muy apurado para una conversación completa. En el trabajo recibió aplausos: los jefes confundían su prisa con proactividad. 


Una tarde, a eso de las siete y siendo joven todavía, se le apareció la Muerte. Venía a tentarlo con la promesa de vida eterna y trascendencia. La miró en silencio. No se aguantó. Murió a las siete con un minuto y quince segundos.