martes, 23 de septiembre de 2014

Anaranjarse como es debido

No me gusta el naranjo, salvo al atardecer
cuando el cielo revela sus colores  
y desde mi jardín, pies en tierra, ojos atentos
sigo al este el cielo oscuro contra un chilco que brota,
al oeste la estela del sol cansado contra la silueta chascona de mis abedules,
en el centro el canelo, alto e inmóvil apuntando al cielo
como ordenando "míralo".

Últimos pájaros cruzan gritando las buenas noches
y se confunden con juegos de niños que adivino detrás del muro.
Desde la carretera llega rumor de motores
y pienso en los que viajan apretujados, en alguna ciudad grande
mirando sin ver edificios lastimeros y grises
que nunca cambian ni se anaranjan como es debido;
en los que conducen a esta hora, agotados y solos,
que tal vez no tienen un jardín lleno de aromas
o si lo tienen no lo observan porque perdieron la costumbre.
Porque perdieron el asombro.

Quise decir simplemente que, cuando el horizonte se inflama
reviso mi día y sí, puedo decir que fue una buena jornada
para agregar a mi registro de naranjos.


jueves, 11 de septiembre de 2014

Su 11 de Septiembre

Es de pocas palabras y no acostumbra hablar de sí mismo. Sin embargo, hoy quiere echar mano a la memoria y contarme cómo fue su once de septiembre del 73 y los meses siguientes.

Pasadas las ocho de la mañana del día once se subió a su Fiat 600 color celeste con rumbo a la sede de la CUT en el centro de Santiago. Iba bastante atrasado. Había regresado del extranjero hace apenas un mes, donde estuvo estudiando para capacitar a los interventores del área industrial, a través de la CUT. Debía regresar a terminar sus estudios -dos años más de economía política-, así que estaba de paso en Chile haciendo el papeleo necesario para viajar.

Pero no nos desviemos del tema. Después de las ocho enciende el motor. El   auto no tenía radio y él todavía iba bastante dormido. En el camino vio algunas banderas chilenas colgadas de los balcones y se preguntó ¿por qué el apuro? si aún faltaba una semana para el dieciocho. Al llegar a la sede de la CUT dio dos vueltas a la manzana buscando estacionamiento. En una esquina lo detuvo Carlos, compañero de trabajo, que se dirigía a la CUT  a lo mismo que él. Bajó el vidrio y su compañero dijo, acelerado:

- “Huevón, hay Golpe. Detuvieron a todos los que estaban en la CUT y también a los que van llegando. Vámonos”. Se subió al auto y tomaron rumbo a la oficina.

Ambos trabajaban en el Instituto Nacional de Capacitación, sede Tomás Moro, muy cerca de la casa del Presidente Allende. En el trayecto se cruzaron con tanques y tanquetas que iban al centro. Permanecieron en silencio, fumando, tomándole el pulso a la mañana, sin ninguna información a mano. Al llegar a su  lugar de trabajo divisaron desde la calle, sin bajar del auto y con mucha cautela, el  amplio estacionamiento. Había dos camiones del Ejército donde los soldados estaban subiendo a la gente a gritos y punta de culatas. Un par de soplones, que ellos conocían perfectamente, indicaban sin pudor alguno, índice en alto, a los hombres y mujeres  que eran subidos a los vehículos. Decidieron irse. Lo empezaba a invadir la sensación de que el día sería largo y que el peligro les pisaba los talones.

¿Dónde ir? No se le ocurría nada, estaba como aturdido y nunca fue muy rápido para tomar decisiones. Carlos propone que vayan a una de las fábricas con las que habían trabajado, antes de su viaje, en el Cordón Industrial de Vicuña Mackenna: seguramente ahí encontrarían más compañeros y podrían resistir, y sobretodo informarse de lo que estaba ocurriendo. Les urgía tener información. Cuánto lamentó no haber instalado la radio que tenía pensado poner en el auto. Se dio cuenta que no tenían plan de contingencia, estaban improvisando. No tenía instrucciones de partido, nada que le sirviera para decidir qué hacer en esa situación. Su  partido era relativamente pequeño y ese día se evidenció la falta de pragmatismo y exceso de discurso. Al llegar a la fábrica buscaron al compañero al que todos llamaban Barnabás, y le preguntaron si había armas o instrucciones para ellos. En realidad, si le hubieran dado un arma no habría sabido qué hacer con ella y probablemente habría hecho el ridículo. Estaban mal preparados, eso era definitivo. Barnabás, de aspecto simple, detrás de una barba negra y espesa, les explicó que no era necesario repartir armas ni encender los ánimos de los compañeros, porque confiaban que existía una facción leal dentro del Ejército y que "la situación" se iba a resolver de forma rápida, como había sucedido con el tanquetazo. Así que esperaron. Eran alrededor de 200 personas, hombres y mujeres, y prácticamente no había armas más que para algunos trabajadores de la fábrica que pertenecían a partidos más grandes que el suyo. Al paso de las primeras horas la radio les fue informando y las noticias no eran nada buenas. Supieron de la muerte del Presidente y la rendición de la Moneda. Una mezcla de tristeza, sorpresa y profundo abatimiento llenó los espacios. El silencio casi se tocaba, solo roto por el roce de los fósforos al encenderse. El humo de los cigarros flotando en el aire. Recuerda que algunos lloraron, un llanto mudo y desolado. Algunos gritaron consignas a favor y en recuerdo del compañero Presidente.

La tarde le pareció eterna. Esa noche descansaron en los galpones y comieron unas conservas que había en la despensa del casino. En realidad no tenía hambre. Por suerte había suficientes cigarros y no hacía frío.  La mayoría no durmió. Él durmió un par de horas, estaba exhausto. A la mañana siguiente, el hombre de la barba negra tuvo que admitir que el Golpe era exitoso y que no tenía sentido permanecer en ese lugar: afuera estaba rodeado de soldados   armados que en cualquier momento los iban a detener a todos. Se escuchaban balazos cada cierto tiempo. Algunos trabajadores armados custodiaban la fábrica desde portones y techos. A pesar de que no tenían comunicación con el exterior, sospechaban que el Cordón estaba cayendo como un dominó. Era bastante evidente para todos los ahí reunidos que faltaba organización y  coordinación para enfrentar esta situación y que, por tanto,  lo único razonable era buscar un sitio seguro donde protegerse. En lo inmediato, tenían que salir de ahí lo antes posible, en grupos pequeños y dirigirse a distintos sitios de seguridad. Los dirigentes, que en todo momento mantuvieron la calma y les daban discursos alentadores o de consuelo, los organizaron a todos, en un lento proceso,  por medio de unos papelitos que tenían un número escrito a lápiz pasta (el orden para salir) y la  dirección donde dirigirse, escrita con grafito a trazo suave, para poder borrarla de ser necesario.

Cuando llegó su turno, le indicaron salir solo, con el papel a grafito escondido en un  calcetín.  Su  dirección de seguridad quedaba en la Villa Olímpica y debía caminar o arreglárselas para llegar como pudiera. Lo logró y en un departamento pequeño y de persianas a medio cerrar lo recibió una joven pareja de militantes comunistas, de los cuales no supo nombres. Ahí se alojó 4 días en un sofá. Lo trataron bien y compartieron con él sus escasos alimentos y cigarros. Se disculparon por no tener agua caliente para la ducha ni tampoco café. Pequeños gestos que no olvida hasta hoy. Tiempo después supo que momentos luego de su salida de la fábrica, los soldados la allanaron. No todos habían alcanzado a salir.

Al cabo de esos días en el departamento cercano al Estadio Nacional, consideró que debía regresar a casa. No había tenido comunicación con nadie de su familia ni tampoco con los compañeros de partido. Pensó que su familia estaría preocupada al no tener noticias suyas. Se despidió de los comunistas, agradecido, pero sin muchas palabras y se trasladó hasta su casa en micro.  Ya podría recoger su auto otro día. Tomó café, se duchó y afeitó y de inmediato se presentó en el trabajo. Notó  inmediatamente que faltaba mucha gente. Los escritorios vacíos daban al lugar un aspecto de abandono y sus pasos retumbaban en el suelo. Afuera había vehículos con soldados armados y cerca, en la bombardeada casa de la familia Allende, custodia militar permanente. Nadie le preguntó dónde se había metido esos días. Simplemente le comunicaron que estaba indefinidamente suspendido de sus funciones, pero no lo despidieron, como él esperaba. Hablaba cada vez menos. Todo era muy difícil de comprender. Sin sentido, como una pesadilla larga y absurda.

Durante varios días no supo qué hacer, estaba acostumbrado a ir a trabajar.  Se dedicó a averiguar el paradero de sus compañeros de partido; supo que aquellos más importantes estaban a salvo fuera de Chile. Le molestó sobremanera que arrancaran así, pero entendió su miedo y tampoco tenía expectativas sobre su comportamiento, ni del comportamiento de nadie en realidad. Al terminar la  suspensión y presentarse nuevamente a la oficina, lo habían trasladado desde Personal hacia otro Departamento donde no pudiera “hacer política”, lo que no dejaba de ser gracioso, porque una de las razones para no despedirlo fue que nunca había hecho política en su trabajo, como le aseguró su jefe directo al interventor militar que ahora estaba a cargo y que se encerraba en su oficina todo el día a hacer quién sabe qué, fumar y tomar café.

Todos en la oficina parecían asustados o al menos recelosos, excepto un par de idiotas –nunca faltan, me explica- que se mostraban abiertamente contentos con la presencia de los milicos en la oficina y se lo restregaban en la cara cada vez que podían. Muchos de sus compañeros de trabajo estuvieron detenidos largo tiempo o simplemente nunca regresaron. Varios de ellos habían sido detenidos el mismo once, cuando los vio subir  a los vehículos militares. Algunos regresaron al trabajo semanas o hasta meses después, en calidad de mudos estropajos, dañados física y anímicamente. Uno de ellos se suicidó poco tiempo después de ser liberado, él lo conocía bien y el cambio evidente en ese amigo le impresionó mucho. Empezaron a circular en voz baja historias de torturas a amigos y conocidos, incluso a las mujeres, lo que le sorprendió mucho porque su formación había sido de respeto a las damas y no entendía esos niveles de violencia en su país, donde las fuerzas armadas habían sido respetadas y honorables. Las historias que se colaban por los pasillos eran en ocasiones tan grotescas que le costaba creerlas y por supuesto solo se susurraban entre amigos de probada confianza.

Hace una pausa y busca la palabra para definir lo que le asustaba en esos días: le daba terror la arbitrariedad con que los podían detener y maltratar. A veces, por orden del interventor, revisaban las oficinas en busca de armas, como si alguien se fuera a atrever a esconderlas delante de su nariz. Los soldados daban vuelta todo, abrían los conductos de ventilación y los cardex y gritaban como dementes mientras registraban las oficinas. Otras veces algún compañero de trabajo lo observaba demasiado y él se preguntaba si sería un soplón. En más de una ocasión lo siguieron en el trayecto a casa. La arbitrariedad, sí, eso le asustaba más que cualquier otra cosa.

Al regresar al trabajo, pudo averiguar cómo fueron los primeros días en la oficina luego del Golpe. Aparecieron -nadie sabe de dónde- dos listas escritas a máquina con los nombres de los -y las- trabajadores agrupados por su opción política, ya fueran militantes o simpatizantes. Una lista con los buenos, otra con los malos, es decir, los upelientos. La lista perdedora fue subida –casi completa- a los vehículos que  vio en el estacionamiento desde el auto la mañana del Golpe. Algunos de esa lista estaban, como él, fuera del recinto esa mañana, pues era frecuente que apoyaran en terreno a interventores, dirigentes sociales, sindicatos. Nunca supo si él estaba en aquella  lista, pero cree que sí, porque muchos de sus contactos y amigos aparecían en ella.

Algunos días eran, entre comillas, normales. Otros eran oscuros,  y entonces recordaba que no estaba seguro en ningún sitio. En particular recuerda una mañana en que le llamó a su oficina el interventor militar. Le dijo que tomara asiento. Sacó del cajón una pistola y se la mostró. Le dijo que la tomara. Se negó. Entonces le  ordenó, en tono severo, que identificara el tipo de arma, su calibre, alcance, etc. Él le respondió, con la mayor tranquilidad posible, que no tenía idea. El militar se rió, lo miró fijamente, y le dijo que se dejara de huevadas, que a eso  fue al país comunista ese, a aprender de armas. Cagué, pensó él. No se levantó de la silla hasta que el militar lo autorizó. Se miraron largamente en silencio, como leyendo al otro. Pero no ocurrió nada, solo quería joder y que él “supiera que ellos sabían” de su viaje y los contactos que dejó allá. Mensajes como aquél le llegaban de variadas formas. Suena a película de suspenso. Pero así era: sabían de sus familiares, su rutina y trayectos, su historia, sus proyectos.

Pensó en asilarse. Luego de un apresurado plan, llegó a las puertas de la embajada de Dinamarca; la meta era retomar el camino interrumpido en septiembre. Allá, donde había estudiado, lo estaban esperando. Pero no fue capaz de dejar a su madre. En esos primeros meses muchos pensaban que exiliarse era sinónimo de nunca más volver a la patria y la familia. Además él tenía la certeza de no haber hecho nada ominoso como para  tener que huir como delincuente. Si lo hubiese hecho, con apenas treinta años, su vida habría sido probablemente otra, no sabe si mejor o peor, pero distinta. Tres  meses después de alejarse de la embajada, cinco soldados lo tomaron detenido en su casa una noche. Pero esa es otra historia que no quiere contar ahora.

En invierno del 74, posterior a lo que él llama su “paseo forzado al regimiento”, lo despidieron por fin. Ese mismo día también echaron a un tipo de derecha,  de esos con sobra de vanidad y falta de sesos. Caminaron  juntos a la calle y éste le dijo:
-      Mira cómo son las cosas, ¡nos vamos juntos!
-      No huevón, nos vamos al mismo tiempo, pero juntos, ni cagando.
Esas palabras aún las recuerda con humor. Decirlas fue un respiro en medio del silencio obligatorio y permanente. Quería mantener su dignidad, aunque fuera en pequeños gestos.

Llegó el tiempo de cesantía, tres largos años, tratando de sobrevivir con distintas actividades para las que no estaba en absoluto preparado y que le reportaban muy escasos ingresos. Fueron tiempos muy duros. A un hombre le duele no poder proveer a su familia. Sabía que encontrar un nuevo trabajo no sería fácil, por sus antecedentes, aún así buscaba. Sabía que lo seguían, rondaban su casa de noche, inmunes al toque de queda, registraban su auto. Luego de esos difíciles años logró salir adelante gracias a una oportunidad única, una corbata prestada y una entrevista en inglés que los demás postulantes no pudieron sortear. En cuanto se presentó la oportunidad dejó Santiago y sus recuerdos opacos. Quería llevar a sus hijos lejos de los sitios que lo volvían silencioso, retraído y triste.

Hoy, en retrospectiva, me dice que es un hombre con suerte. Si la mañana del once hubiera salido temprano, estacionado fácil y entrado puntualmente a la CUT, o si hubiera estado en la oficina, tal vez otra historia se contaría. Las personas que fueron detenidas esa mañana desde el trabajo, desde el Cordón, desde sus casas, no eran distintas a él en nada, simplemente estaban en el lugar y momento equivocado. Por meses a partir del once, el azar detuvo a la represión que extendía sus tentáculos hasta cada rincón de su vida. Finalmente, le tocó lo mismo que a tantos y tantas. Fue detenido, pensó que moriría, pero vivió.

"Qué suerte tengo", me dice con su sonrisa de dientes grandes y enciende un cigarro.