jueves, 24 de octubre de 2013

Luna en Cáncer

Hoy la luna en cáncer.
Más feliz y más triste que cualquier día.
Deseos de regreso a la infancia,
amada por el hombre irrepetible que daba pasos más largos que yo.
El presente marchito, en plena primavera,
mal amor que quema las flores y pudre las semillas,
sol que no abriga, frío desde adentro.
Tiemblo.

Hoy la luna en cáncer.
Deseos de comenzar desde cero,
anhelo de niñez cuando las decepciones no fueron.
No te asustes, no estoy deprimida: estoy crecida.
(¿Debería ser eso una enfermedad?)
Se fue la niña amada y segura
que corre en jardines soleados.
Llega la mujer que grita muda.
Cansancio, agobio, angustia, tedio, hastío.
Palabras que se rumian en silencio,
se mastican como hojas amargas
dejando la boca negra, sin besos ni poemas.
Has visto a alguien realmente triste?
En sus ojos se ve el vidrio a punto de quebrarse.
Por estos ojos, en cambio,  se divisa un muro
piedra  inquebrantable de misterio, silencio y secreto

Hoy la luna en cáncer.

Culpar a la luna siempre es una alternativa.


martes, 1 de octubre de 2013

El ascensor

Su edificio tiene dos ascensores, uno pequeño que empieza su recorrido en el primer piso, y otro más amplio que baja hasta el subterráneo.

Hace un par de años que él vive solo en el edificio, en uno de los pisos más altos. No tiene pareja ni anda buscando. Su vida es tranquila, no exenta de rutina, pero agradable. Le gusta su soledad. Sin embargo, piensa que no le vendría mal volver a estar en pareja: alguien que lo esté esperando cuando llega al departamento, tener con quien conversar en las noches en lugar  de ver televisión. No es un tipo feo, ni tonto, ni desempleado. No es descortés ni desagradable en alguna de las tantas formas  que alejan a las mujeres. Está solo porque  no se conforma con cualquiera. Prefiere esperar a alguien especial. Esta es la historia de cuando la encontró: especial e irrepetible.

Una mañana de lunes subió al ascensor que lleva al estacionamiento subterráneo. Va un poco atrasado, como suele pasarle los lunes. Le está costando levantarse últimamente. Se cierra la puerta y él revisa sus bolsillos. Lleva todo lo necesario: llaves, teléfono, billetera.  Dos pisos más abajo del suyo la puerta se abre. Sube ella. La mujer más linda que ha visto. Ella no lo mira, solo dice un suave “buenos días” que él responde casi sin voz. No recuerda haberla visto antes, debe ser una visita –piensa- no una residente. La observa con disimulo y ve que lleva un maletín. Su perfume empieza a aturdirlo. Es realmente hermosa. Facciones finas, pelo brillante, ojos alegres, manos delgadas. Perfecta. Simple, sin mayores adornos. Tan linda que no necesita usar más que un perfume.

La puerta del ascensor se abre, han bajado hasta el estacionamiento. Ella camina a  su auto y él al suyo. Él mira la hora y la registra en su memoria. Se queda esperando a ver el número de estacionamiento del que sale el auto de ella. Vuelve a mirar la hora.  Es realmente tarde. Se va al trabajo con la sensación extraña de no pensar en nada, ni en la reunión que le espera, ni en el día que se pronostica frío, ni en el jefe que seguramente  aparecerá en su puerta con cara de desesperado a pedir  ayuda con algo urgente, a eso del mediodía. No. Solamente piensa en ella.

Por la tarde, de regreso al ascensor, tiene la esperanza de verla, pero ella no aparece. Decide que al día siguiente saldrá a la misma hora para verla de nuevo. Así lo hace. No importa si vuelve a llegar tarde al trabajo. Ella lo vale. Sube al ascensor al otro día  y espera. Dos pisos más abajo la puerta se abre. Ella sube. Lo mira y dice el esperado “buenos días”. Esta vez tiene que hablarle. El tiempo apremia. Le comenta que va atrasado y ella se ríe, “yo también” le responde. Se miran y se sonríen.  Él siente que pone cara de idiota al mirarla, pero no le importa. Su pelo rubio brilla como si entrara el sol entero dentro del ascensor.

Así se suceden los días. Todas las mañanas, durante un par de semanas, se encuentran en el ascensor. Cada día conversan un poco más. Ella es amable, risueña. Le cuenta que vive hace pocas semanas en el edificio, que la ciudad es nueva para ella. Le dice que trabaja en un banco. El viernes ella le hace un comentario que le da a entender que tampoco tiene pareja. Ese fin de semana él trata de descubrir en qué departamento vive ella. Imposible. Podría preguntarle a alguno de los conserjes, pero prefiere no hacerlo: ya se saben la vida de casi todos los residentes del edificio y no quiere que sepan la suya también.

La busca en la piscina, el gimnasio, el quincho, los jardines. No la ve. Es como si ella sólo existiera en el ascensor de la mañana. Como una visión de somnoliento. Él ya tiene todo pensado para cuando se encuentren en otro sitio. El ascensor es perfecto para la cercanía (puede observar de cerca todos los detalles de ella), pero es fatal en otro sentido: el tiempo que demoran en bajar al estacionamiento es cortísimo, o eso le parece a él. Aunque a veces la conversación continúa fuera del ascensor, ambos van apurados y no pueden detenerse a hablar más. Ni siquiera se han dicho sus nombres. Pero han avanzado rápidamente desde el “buenos días” a un “hola, ¿cómo estás?” que acorta aún más la breve distancia entre ellos en el cajón del ascensor.

Él está decidido. Ella es la mujer que estaba esperando. Las demás le parecen ahora malas copias de una mujer perfecta que -para su sorpresa- realmente existe, y que vive nada menos que en su mismo edificio. Al comienzo le pareció únicamente linda, pero a medida que la conoce le gusta más por su actitud que por su evidente belleza. Es liviana, simple, alegre, como si no supiera lo linda que es y el poder que su imagen  tiene en los demás. Con ella él también se siente liviano, como si todo fuera fácil y posible. Conversa con ella con naturalidad. Es que ella es distinta a las demás, y logra que él sea, por fin, como es, sin aparentar nada.  A veces, cuando la mira directo a los ojos, ella baja la mirada y sonríe.

No quiere perder más tiempo. Tiene que atreverse, invitarla a salir.  No es tímido con las mujeres, pero tampoco quiere parecer muy osado y asustarla. Siente que esta es una oportunidad que no debe perder ni arruinar.

Le da varias vueltas al asunto durante un lluvioso fin de semana. Decide invitarla el lunes siguiente. Ese domingo se duerme contento, faltan pocas horas  y está ansioso por verla. Se despierta a la mañana siguiente convencido de que ese día su suerte puede cambiar de la soledad a la compañía. De lo mediocre, a lo perfecto. Se viste, afeita, come unos cereales y sale de su departamento a tomar el ascensor.

Dos pisos más abajo la puerta no se abre. Ella no sube. En el estacionamiento él la espera. Cinco, ocho minutos. Nada. Se da cuenta que el auto de ella no está. Se va al trabajo, convencido que salió muy tarde -o ella más temprano-, pero que al día siguiente sí  la verá y la invitará, que ella dirá que sí y -así de fácil- su vida tendrá un poquito más de sol.

Al día siguiente, martes, sube al ascensor un par de minutos antes. Dos pisos más abajo la puerta no se abre. Tal vez está enferma. O de viaje. Sin pudor, le pregunta al conserje si la ha visto, con el pretexto de devolverle  algo que perdió en el ascensor hace unos días. El conserje le responde que ella se ha ido de la ciudad, su departamento se vende: “mire, ahí está el letrero de venta en la ventana”.

Él mira hacia arriba, ve el letrero en la ventana desnuda -de un departamento justo dos pisos debajo del suyo- y se da cuenta de golpe que es martes, va atrasado al trabajo, su jefe le pedirá algo urgente y el día se pronostica terriblemente frío. De regreso al punto de partida, su soledad y él se suben al auto y toman  rumbo a la oficina.