Su edificio tiene dos ascensores, uno pequeño que empieza su
recorrido en el primer piso, y otro más amplio que baja hasta el subterráneo.
Hace un par de años que él vive solo en el edificio, en uno
de los pisos más altos. No tiene pareja ni anda buscando. Su vida es tranquila,
no exenta de rutina, pero agradable. Le gusta su soledad. Sin embargo, piensa
que no le vendría mal volver a estar en pareja: alguien que lo esté esperando
cuando llega al departamento, tener con quien conversar en las noches en lugar de ver televisión. No es un tipo feo, ni
tonto, ni desempleado. No es descortés ni desagradable en alguna de las tantas
formas que alejan a las mujeres. Está
solo porque no se conforma con
cualquiera. Prefiere esperar a alguien especial. Esta es la historia de cuando la
encontró: especial e irrepetible.
Una mañana de lunes subió al ascensor que lleva al
estacionamiento subterráneo. Va un poco atrasado, como suele pasarle los lunes.
Le está costando levantarse últimamente. Se cierra la puerta y él revisa sus
bolsillos. Lleva todo lo necesario: llaves, teléfono, billetera. Dos pisos más abajo del suyo la puerta se
abre. Sube ella. La mujer más linda que ha visto. Ella no lo mira, solo dice un
suave “buenos días” que él responde casi sin voz. No recuerda haberla visto
antes, debe ser una visita –piensa- no una residente. La observa con disimulo y
ve que lleva un maletín. Su perfume empieza a aturdirlo. Es realmente hermosa. Facciones
finas, pelo brillante, ojos alegres, manos delgadas. Perfecta. Simple, sin mayores
adornos. Tan linda que no necesita usar más que un perfume.
La puerta del ascensor se abre, han bajado hasta el
estacionamiento. Ella camina a su auto y
él al suyo. Él mira la hora y la registra en su memoria. Se queda esperando a
ver el número de estacionamiento del que sale el auto de ella. Vuelve a mirar
la hora. Es realmente tarde. Se va al
trabajo con la sensación extraña de no pensar en nada, ni en la reunión que le
espera, ni en el día que se pronostica frío, ni en el jefe que seguramente aparecerá en su puerta con cara de desesperado
a pedir ayuda con algo urgente, a eso
del mediodía. No. Solamente piensa en ella.
Por la tarde, de regreso al ascensor, tiene la esperanza de
verla, pero ella no aparece. Decide que al día siguiente saldrá a la misma hora
para verla de nuevo. Así lo hace. No importa si vuelve a llegar tarde al
trabajo. Ella lo vale. Sube al ascensor al otro día y espera. Dos pisos más abajo la puerta se
abre. Ella sube. Lo mira y dice el esperado “buenos días”. Esta vez tiene que
hablarle. El tiempo apremia. Le comenta que va atrasado y ella se ríe, “yo
también” le responde. Se miran y se sonríen.
Él siente que pone cara de idiota al mirarla, pero no le importa. Su
pelo rubio brilla como si entrara el sol entero dentro del ascensor.
Así se suceden los días. Todas las mañanas, durante un par
de semanas, se encuentran en el ascensor. Cada día conversan un poco más. Ella
es amable, risueña. Le cuenta que vive hace pocas semanas en el edificio, que
la ciudad es nueva para ella. Le dice que trabaja en un banco. El viernes ella
le hace un comentario que le da a entender que tampoco tiene pareja. Ese fin de
semana él trata de descubrir en qué departamento vive ella. Imposible. Podría
preguntarle a alguno de los conserjes, pero prefiere no hacerlo: ya se saben la
vida de casi todos los residentes del edificio y no quiere que sepan la suya
también.
La busca en la piscina, el gimnasio, el quincho, los jardines.
No la ve. Es como si ella sólo existiera en el ascensor de la mañana. Como una
visión de somnoliento. Él ya tiene todo pensado para cuando se encuentren en
otro sitio. El ascensor es perfecto para la cercanía (puede observar de cerca todos
los detalles de ella), pero es fatal en otro sentido: el tiempo que demoran en
bajar al estacionamiento es cortísimo, o eso le parece a él. Aunque a veces la
conversación continúa fuera del ascensor, ambos van apurados y no pueden
detenerse a hablar más. Ni siquiera se han dicho sus nombres. Pero han avanzado
rápidamente desde el “buenos días” a un “hola, ¿cómo estás?” que acorta aún más
la breve distancia entre ellos en el cajón del ascensor.
Él está decidido. Ella es la mujer que estaba esperando. Las
demás le parecen ahora malas copias de una mujer perfecta que -para su
sorpresa- realmente existe, y que vive nada menos que en su mismo edificio. Al
comienzo le pareció únicamente linda, pero a medida que la conoce le gusta más
por su actitud que por su evidente belleza. Es liviana, simple, alegre, como si
no supiera lo linda que es y el poder que su imagen tiene en los demás. Con ella él también se
siente liviano, como si todo fuera fácil y posible. Conversa con ella con
naturalidad. Es que ella es distinta a las demás, y logra que él sea, por fin,
como es, sin aparentar nada. A veces,
cuando la mira directo a los ojos, ella baja la mirada y sonríe.
No quiere perder más tiempo. Tiene que atreverse, invitarla
a salir. No es tímido con las mujeres,
pero tampoco quiere parecer muy osado y asustarla. Siente que esta es una
oportunidad que no debe perder ni arruinar.
Le da varias vueltas al asunto durante un lluvioso fin de
semana. Decide invitarla el lunes siguiente. Ese domingo se duerme contento,
faltan pocas horas y está ansioso por
verla. Se despierta a la mañana siguiente convencido de que ese día su suerte
puede cambiar de la soledad a la compañía. De lo mediocre, a lo perfecto. Se
viste, afeita, come unos cereales y sale de su departamento a tomar el
ascensor.
Dos pisos más abajo la puerta no se abre. Ella no sube. En
el estacionamiento él la espera. Cinco, ocho minutos. Nada. Se da cuenta que el
auto de ella no está. Se va al trabajo, convencido que salió muy tarde -o ella
más temprano-, pero que al día siguiente sí
la verá y la invitará, que ella dirá que sí y -así de fácil- su vida
tendrá un poquito más de sol.
Al día siguiente, martes, sube al ascensor un par de minutos
antes. Dos pisos más abajo la puerta no se abre. Tal vez está enferma. O de
viaje. Sin pudor, le pregunta al conserje si la ha visto, con el pretexto de
devolverle algo que perdió en el
ascensor hace unos días. El conserje le responde que ella se ha ido de la
ciudad, su departamento se vende: “mire, ahí está el letrero de venta en la
ventana”.
Él mira hacia arriba, ve el letrero en la ventana desnuda -de
un departamento justo dos pisos debajo del suyo- y se da cuenta de golpe que es
martes, va atrasado al trabajo, su jefe le pedirá algo urgente y el día se
pronostica terriblemente frío. De regreso al punto de partida, su soledad y él
se suben al auto y toman rumbo a la
oficina.