martes, 24 de diciembre de 2013

La vida envuelta para regalo

Vine a regalarte estas letras,
palabras de gratitud algo cansadas,
pero no por eso menos ciertas.

Vengo a darte mi silencio de luna y caverna,
en estas manos que no son suaves, pero son tuyas.

Puedo darte, como cada año, dos niñas preciosas
que crecen más rápido de lo que tú y yo queremos,
que sin plan ni urgencia, nos superan en todo
uniéndonos  en yunta que lentamente avanza y prepara la tierra.

Te doy la calma de los años,
tiempo vivido entre paredes y jardines vestidos de cantos.
Envueltos en letras, pequeños momentos.

Imaginé este regalo más extenso
pero el tiempo me es esquivo,
solo alcanzo a darte el día a día de mi trabajo
las imperfecciones que te molestan de mí,
y este hogar que re-nace compartido.




jueves, 24 de octubre de 2013

Luna en Cáncer

Hoy la luna en cáncer.
Más feliz y más triste que cualquier día.
Deseos de regreso a la infancia,
amada por el hombre irrepetible que daba pasos más largos que yo.
El presente marchito, en plena primavera,
mal amor que quema las flores y pudre las semillas,
sol que no abriga, frío desde adentro.
Tiemblo.

Hoy la luna en cáncer.
Deseos de comenzar desde cero,
anhelo de niñez cuando las decepciones no fueron.
No te asustes, no estoy deprimida: estoy crecida.
(¿Debería ser eso una enfermedad?)
Se fue la niña amada y segura
que corre en jardines soleados.
Llega la mujer que grita muda.
Cansancio, agobio, angustia, tedio, hastío.
Palabras que se rumian en silencio,
se mastican como hojas amargas
dejando la boca negra, sin besos ni poemas.
Has visto a alguien realmente triste?
En sus ojos se ve el vidrio a punto de quebrarse.
Por estos ojos, en cambio,  se divisa un muro
piedra  inquebrantable de misterio, silencio y secreto

Hoy la luna en cáncer.

Culpar a la luna siempre es una alternativa.


martes, 1 de octubre de 2013

El ascensor

Su edificio tiene dos ascensores, uno pequeño que empieza su recorrido en el primer piso, y otro más amplio que baja hasta el subterráneo.

Hace un par de años que él vive solo en el edificio, en uno de los pisos más altos. No tiene pareja ni anda buscando. Su vida es tranquila, no exenta de rutina, pero agradable. Le gusta su soledad. Sin embargo, piensa que no le vendría mal volver a estar en pareja: alguien que lo esté esperando cuando llega al departamento, tener con quien conversar en las noches en lugar  de ver televisión. No es un tipo feo, ni tonto, ni desempleado. No es descortés ni desagradable en alguna de las tantas formas  que alejan a las mujeres. Está solo porque  no se conforma con cualquiera. Prefiere esperar a alguien especial. Esta es la historia de cuando la encontró: especial e irrepetible.

Una mañana de lunes subió al ascensor que lleva al estacionamiento subterráneo. Va un poco atrasado, como suele pasarle los lunes. Le está costando levantarse últimamente. Se cierra la puerta y él revisa sus bolsillos. Lleva todo lo necesario: llaves, teléfono, billetera.  Dos pisos más abajo del suyo la puerta se abre. Sube ella. La mujer más linda que ha visto. Ella no lo mira, solo dice un suave “buenos días” que él responde casi sin voz. No recuerda haberla visto antes, debe ser una visita –piensa- no una residente. La observa con disimulo y ve que lleva un maletín. Su perfume empieza a aturdirlo. Es realmente hermosa. Facciones finas, pelo brillante, ojos alegres, manos delgadas. Perfecta. Simple, sin mayores adornos. Tan linda que no necesita usar más que un perfume.

La puerta del ascensor se abre, han bajado hasta el estacionamiento. Ella camina a  su auto y él al suyo. Él mira la hora y la registra en su memoria. Se queda esperando a ver el número de estacionamiento del que sale el auto de ella. Vuelve a mirar la hora.  Es realmente tarde. Se va al trabajo con la sensación extraña de no pensar en nada, ni en la reunión que le espera, ni en el día que se pronostica frío, ni en el jefe que seguramente  aparecerá en su puerta con cara de desesperado a pedir  ayuda con algo urgente, a eso del mediodía. No. Solamente piensa en ella.

Por la tarde, de regreso al ascensor, tiene la esperanza de verla, pero ella no aparece. Decide que al día siguiente saldrá a la misma hora para verla de nuevo. Así lo hace. No importa si vuelve a llegar tarde al trabajo. Ella lo vale. Sube al ascensor al otro día  y espera. Dos pisos más abajo la puerta se abre. Ella sube. Lo mira y dice el esperado “buenos días”. Esta vez tiene que hablarle. El tiempo apremia. Le comenta que va atrasado y ella se ríe, “yo también” le responde. Se miran y se sonríen.  Él siente que pone cara de idiota al mirarla, pero no le importa. Su pelo rubio brilla como si entrara el sol entero dentro del ascensor.

Así se suceden los días. Todas las mañanas, durante un par de semanas, se encuentran en el ascensor. Cada día conversan un poco más. Ella es amable, risueña. Le cuenta que vive hace pocas semanas en el edificio, que la ciudad es nueva para ella. Le dice que trabaja en un banco. El viernes ella le hace un comentario que le da a entender que tampoco tiene pareja. Ese fin de semana él trata de descubrir en qué departamento vive ella. Imposible. Podría preguntarle a alguno de los conserjes, pero prefiere no hacerlo: ya se saben la vida de casi todos los residentes del edificio y no quiere que sepan la suya también.

La busca en la piscina, el gimnasio, el quincho, los jardines. No la ve. Es como si ella sólo existiera en el ascensor de la mañana. Como una visión de somnoliento. Él ya tiene todo pensado para cuando se encuentren en otro sitio. El ascensor es perfecto para la cercanía (puede observar de cerca todos los detalles de ella), pero es fatal en otro sentido: el tiempo que demoran en bajar al estacionamiento es cortísimo, o eso le parece a él. Aunque a veces la conversación continúa fuera del ascensor, ambos van apurados y no pueden detenerse a hablar más. Ni siquiera se han dicho sus nombres. Pero han avanzado rápidamente desde el “buenos días” a un “hola, ¿cómo estás?” que acorta aún más la breve distancia entre ellos en el cajón del ascensor.

Él está decidido. Ella es la mujer que estaba esperando. Las demás le parecen ahora malas copias de una mujer perfecta que -para su sorpresa- realmente existe, y que vive nada menos que en su mismo edificio. Al comienzo le pareció únicamente linda, pero a medida que la conoce le gusta más por su actitud que por su evidente belleza. Es liviana, simple, alegre, como si no supiera lo linda que es y el poder que su imagen  tiene en los demás. Con ella él también se siente liviano, como si todo fuera fácil y posible. Conversa con ella con naturalidad. Es que ella es distinta a las demás, y logra que él sea, por fin, como es, sin aparentar nada.  A veces, cuando la mira directo a los ojos, ella baja la mirada y sonríe.

No quiere perder más tiempo. Tiene que atreverse, invitarla a salir.  No es tímido con las mujeres, pero tampoco quiere parecer muy osado y asustarla. Siente que esta es una oportunidad que no debe perder ni arruinar.

Le da varias vueltas al asunto durante un lluvioso fin de semana. Decide invitarla el lunes siguiente. Ese domingo se duerme contento, faltan pocas horas  y está ansioso por verla. Se despierta a la mañana siguiente convencido de que ese día su suerte puede cambiar de la soledad a la compañía. De lo mediocre, a lo perfecto. Se viste, afeita, come unos cereales y sale de su departamento a tomar el ascensor.

Dos pisos más abajo la puerta no se abre. Ella no sube. En el estacionamiento él la espera. Cinco, ocho minutos. Nada. Se da cuenta que el auto de ella no está. Se va al trabajo, convencido que salió muy tarde -o ella más temprano-, pero que al día siguiente sí  la verá y la invitará, que ella dirá que sí y -así de fácil- su vida tendrá un poquito más de sol.

Al día siguiente, martes, sube al ascensor un par de minutos antes. Dos pisos más abajo la puerta no se abre. Tal vez está enferma. O de viaje. Sin pudor, le pregunta al conserje si la ha visto, con el pretexto de devolverle  algo que perdió en el ascensor hace unos días. El conserje le responde que ella se ha ido de la ciudad, su departamento se vende: “mire, ahí está el letrero de venta en la ventana”.

Él mira hacia arriba, ve el letrero en la ventana desnuda -de un departamento justo dos pisos debajo del suyo- y se da cuenta de golpe que es martes, va atrasado al trabajo, su jefe le pedirá algo urgente y el día se pronostica terriblemente frío. De regreso al punto de partida, su soledad y él se suben al auto y toman  rumbo a la oficina.




viernes, 6 de septiembre de 2013

Duele Septiembre

Los 40 años del Golpe llegaron cargados de análisis en frío, documentales, entrevistas... un relato politizado y polarizado difícil de insertar dentro de una política actual sin posibilidad real de cambios. 

Hoy se puede acceder a toda la información histórica, dejarse emocionar por peticiones de perdón sin justicia, escuchar a ex asesores de la dictadura dar cátedra de política y democracia. Políticos sacan partido de la historia, cómplices civiles callan, uniformados renuevan sus pactos de silencio y gozan la impunidad que les concedieron al pactar la Transición.

Muchos derechistas de medio pelo siguen odiando a los "comunistas" (en su ignorancia histórico- política todos lo son) y la fracción poderosa de la izquierda sigue sin articular un cambio real, prefiriendo sumarse a una candidata (hoy gobierno) que administrará -como mejor pueda- el modelo económico y social.


En este contexto, Septiembre se puede convertir en pura información y catarsis, sin Verdad, Justicia y Reparación. Y no sólo en cuanto a derechos humanos (lo más expuesto), sino en cuanto a nuestra historia política-económica-social (lo menos hablado y que nos afecta a todos a través de los pilares del modelo que rigen nuestras vidas en previsión, educación, salud, servicios básicos, información, condiciones de empleo, protección de derechos).


La dictadura fue una Revolución. Un par de homenajes cada Septiembre, no basta. Falta verdad y justicia. La Constitución de Chile debe ser reemplazada vía participación popular.

Septiembre me duele. A muchos nos duele. Nos parece que vivimos en un país ignorante e indolente. Que elige ignorar. ¿Cuánto conocemos de nuestra historia social, política, económica?, ¿Por qué no nos interesa más? Porque creemos que vivimos bien, o lo mejor posible y nos convencieron que mirar atrás no conviene, cuando en realidad olvidar es insano. Opinamos sin saber sobre realidades ajenas y nos hacinamos como corderos en el corral del consumo. Vivimos el día, agotados, alienados.

Al parecer, sufrimos de una flexibilidad ética que nos hace relativizar el hecho que criminales anduvieron (y andan) sueltos, forzando los límites de lo que es humano, mientras a su alero los codiciosos engordaron sus capitales a costa nuestra. La misma flexibilidad ética hace que muchos otros temas no nos duelan: la infancia, los pobres, los cesantes, los viejos, todos los rezagados del sistema económico, porque no producen. No son importantes. 

¿Nos falta empatía, consideración?  ¿Nos falta discernir lo inaceptable? Creo que sí.
Pesan más los mitos del  progreso, bienestar, desarrollo, patria, soberanía, consenso.  

Entonces, quiere decir que vivimos de mitos, pero nos creemos modernos. No somos distintos de los que creían que el trueno es la ira de los dioses. 



domingo, 1 de septiembre de 2013

La muerte del padre

Para Gustavo y Cristián 

Su padre murió un martes, en otoño. Él había dormido a ratos, sentado en un sillón junto a su cama, esperando la muerte que se anunciaba hace días. Cuando su padre dio por terminada la lucha, él estaba durmiendo. Ya se habían despedido, horas antes. Sin palabras, tomados de la mano. Él había besado la frente de su padre y le había dicho con los ojos que todo estaba en orden, que había sido un buen padre. Escucharon juntos el Lago de los Cisnes mientras el día se iba apagando.

En la casa paterna, grande y repleta de objetos y muebles que no combinaban entre sí más que por la historia compartida, todos hablaban despacio. Los niños hacían sus juegos de siempre en un dormitorio que era como un mundo aparte  y las mujeres conversaban alrededor de la mesa de la cocina, fumando y esperando.

Cuando él despertó era casi medianoche. Tocó suavemente la cara de su padre y supo que estaba muerto. Le acomodó la frazada. Se lavó la cara y cruzó la casa, con pasos lentos, hasta la cocina. Los pasillos tapizados de fotografías donde se apretaba una vida entera en imágenes blanco- negro y color. Se dio cuenta que él también sería, un día, una sonrisa en el muro de sus hijas. Se vio a sí mismo pequeño, de la mano del padre, feliz y despeinado. Ignorante de que un día esa mano no apretaría más la suya. Siempre había estado orgulloso del afecto entre ellos, de los besos, los abrazos entre dos hombres que sin pudor se manifestaban amor en público. Ni siquiera en la adolescencia dejó de buscar la mano del padre en la sobremesa, ni de besarlo al despedirse.

En la cocina bastó una mirada. Se abrazaron en silencio. Su madre, sus hermanas. Prepararon café. Alguien fue a conversar con los niños. Él salió al jardín y caminó rodeando la casa. El jardín que el padre sembró, cuidó, regó y desmalezó pacientemente por años, estaba a oscuras y en silencio. Le hacían falta luces, pensó.

Tiempo después él me diría que de la mañana siguiente lo más duro fue el momento solitario y solemne en que, como hombre de la casa, vistió a su padre y lo preparó para el velorio. Le impresionó lo delgado que estaba. Tan frágil. Ni la sombre del hombre que lo vencía en ajedrez o que pala en mano trasplantaba sus árboles. Tardó un largo rato en terminar la tarea  de vestirlo, mientras el pecho le dolía. No quería llorar en presencia del cuerpo del padre. Quería llorar solo.
En los días sucesivos tampoco tuvo ocasión de llorar como deseaba. Las personas entraban y salían. Amigos, familiares que venían desde lejos. La presencia de muchas de esas personas le parecía un estorbo plagado de frases hechas y abrazos eternos. Sabía que luego todos desaparecerían y la familia volvería a cerrarse en círculo.

El quedaría solo. A cargo de las mujeres. Madre, hermanas, esposa, hijas. Un hombre sin padre. Incompleto. Sentía que se hacía hombre recién ahora. Es posible volverse hombre siendo adulto? Le pareció que sí. Antes era un niño grande. La vida era un juego, hasta ahora.

Cada mañana, luego de la muerte del padre, cuando se afeitaba, el espejo le traía un recuerdo. Su padre le había dicho varias veces que un hombre debía poder mirarse al espejo sin ponerse colorado. Le parecía un buen consejo para empezar el día y la rutina. Esa rutina que no respeta ausencia ni duelo.

Puso faroles en el jardín del padre. Los fines de semana cuando visitaba a su madre, lo regaba. Sentado en el escaño debajo del roble recordaba y sonreía. Había sido un buen padre. Y él había sido un buen hijo. Sólo les había faltado tiempo para jugar más.




sábado, 24 de agosto de 2013

Almuerzo de Papel

Texto de creación compartida con Mauricio Díaz A.

Hacía frío cuando se levantó. Mientras preparaba café recordó el sueño que había tenido y que lo había dejado despierto, cavilando, largo rato.
Se sentó junto al fuego a leer el diario, afortunadamente esa mañana de domingo no había que apurarse. leyó un par de hojas saltándose la mayor parte de los titulares, hasta que el sueño aquel volvió a irrumpir. Renunció a leer y se concentró en intentar descifrarlo.

No es fácil recordar un sueño. Recolectar las partes, unirlas y armar una historia fantástica que nació del inconsciente. Es tan difícil como recordar los detalles de una experiencia de la infancia. Sin embargo, es como una historia cifrada en metáforas: hay que traducirla e interpretarla.
Mientras el fuego le calentaba la mejilla izquierda y el periódico yacía en el suelo, se concentró en ubicar un comienzo. Caminaba por una calle desierta, rodeada de árboles, un día de otoño y viento. No recordaba por qué caminaba por ahí ni por qué estaba solo. Ni siquiera reconocía la calle aquella. De pronto, un viento fuerte desprendió las hojas de los árboles que comenzaron a volar alrededor de él. Luego las hojas de árboles se transformaron en hojas de papel y se pegaron a su cuerpo inmovilizándolo. Como en todo sueño inconsciente no tenía control sobre la situación y, tan sólo, debía dejarse llevar. Entonces, las hojas de papel hicieron de él un ave gigante que comenzó a volar. Voló por encima de los árboles hasta posarse sobre la cima de una loma. En cuanto puso un pie sobre la loma, las hojas se desprendieron de él y revelaron un espejo que estaba enfrente de sus ojos. Se vió reflejado en el espejo y, la imagen de sí mismo que estaba ante él, tenía algo distinto y perturbador: sostenía un libro. Su imagen tomó el libro, lo abrió y comenzó a leerlo.

Las primeras pàginas le hablaban en un idioma  extraño, al parecer ni siquiera eran letras que él conociera. Hojeó el libro. Tal vez más adelante el idioma cambiara a alguno que pudiera entender. Estaba revisando el libro de inicio a fin, cuando despertó con el ruido de una alarma de automóvil. El infaltable vecino enamorado de su auto, que lo lava amorosamente a toda hora y con cualquier clima, había dado fin al viaje inconsciente.

Calentándose las manos cerca de fuego, pensó que tendría que resolverlo más tarde. La invitación a almorzar lo preocupaba más que cualquier sueño. A medida que la hora avanzaba se ponía más y más nervioso. Volver a verla. Y para qué lo había invitado? Todavía le quedaban un par de horas. Pensó salir a correr para aliviar la tensión, pero el frío lo detuvo. Tendría que afeitarse para ella? Eso le tomaría más tiempo. Terminó el café, que ya estaba frío y se levantó del sillón.

Tomó el chaquetón que guardaba todos los días en un perchero detrás de la puerta principal. Luego sacó la bufanda y se puso los dos antes de abrir la puerta para salir. Una vez cerrada la puerta tras él, encendió un cigarrillo para emprender camino hacia el paradero de micros. El cigarrillo era su medidor del tiempo: debía durar la suficiente para llegar al paradero y terminar una vez que, la micro que esperaba, se asomara a lo lejos. Si terminaba antes de eso, entonces la micro venía retrasada y comenzaba a impacientarse.

Cuando subió a la micro, la impaciencia le había ayudado a calentarse las manos. Se sentó dos puestos detrás del conductor y al lado de la ventana. Mirando hacia la calle, pensó: “tal vez, los árboles de aquel sueño, representaban la genealogía de mi pasado que me rodeaba, se me abalanzaba, me tomaba y me ponía en lo alto para poder contemplarme a mi mismo”. Era una coherente y satisfactoria interpretación al sueño que lo perturbaba, pero no le convencía del todo. Sabía que, lo que más le inquietaba en ese momento, era el encuentro con el pasado al que se dirigía en ese instante.

Una pareja subió a la micro, y se sentó delante suyo. Eran más o menos de su misma edad. Conversaban sonriendo, se miraban a los ojos como hacen los enamorados, y al detenerse la micro en un semáforo, se besaron con ternura. Sintió una mezcla de envidia y ganas de reir. Ingenuos. Todo termina tarde o temprano. En unos años más, luego de mostrarse desnudos, se dirán adiós y meses después se reunirán a almorzar en un lugar que nada les recuerde, hablarán de cosas triviales como el trabajo y el clima, y se despedirán como dos educados extraños.

Sin pensarlo, bajó de la micro. Tendría que caminar las cuadras restantes. Era mejor caminar al frío sol de invierno que continuar como testigo mudo de los amantes. Encendió otro cigarrillo y se levantó el cuello del abrigo. Caminando lentamente, mirando los árboles, algunos desnudos. Tal vez el sueño le hablaba de su miedo a escribir, de esas ganas de exponerse en un texto que había escrito muchas veces en su mente y del freno autoimpuesto que mantenía el borrador en su cabeza, bien guardado. Presentía que escribir era la única forma de, como en su sueño, mirarse al espejo.

Casi sin darse cuenta, sus pasos lo habían llevado al sitio acordado con ella. Miró su reloj y sintió frío: era hora. Hora de entrar.

A pesar de los nervios que sentía, no se animó a hacer una entrada teatral: Demostrar inseguridad, desconcierto, confusión, pasear la mirada insegura buscando a alguien, intentando demostrar que se encontraba en un lugar extraño y que, si no hallaba pronto una cara conocida, se pondría a llorar como un niño que se ha alejado demasiado de sus padres. Dar lástima no era su propósito. Entró al restaurante sabiendo perfectamente a dónde se dirigía: el rincón más apartado de la barra, cerca del paragüero y sin ventanas cercanas. Ahí estaba. Se acercó a ella sin saber si besarle la mejilla al saludarla, si darle sólo la mano, abrazarla o sólo levantar las cejas y decir “Hola”. No fue necesario nada de eso. Para variar, ella tomó la iniciativa: “Hola. Toma asiento. Te estaba esperando para pedir algo de comer. Estoy agotada y hambrienta; ha sido un día duro ¿Algo para beber mientras tanto?”. Sí, seguía igual que antes. No había cambiado. Le preguntó por su trabajo, le preguntó por sus padres, por su hermano, pero evitó preguntarle si tenía pareja. Ya llegaría el momento y sería ella misma quién se lo informaría.

A los pocos minutos, se arrepintió de haberle preguntado por su trabajo. Fueron varios eternos minutos de un monólogo que no le interesaba oír. Le gustaba hablar de su trabajo, de la fama que se ha ganado y de lo bien posicionada que estaba en él. Cuando él puso la mano en el mentón y comenzó a juguetear con los cubiertos, hubieran sido una clara señal de hastío para cualquiera, menos para ella. Si se dio cuenta, pues no le importó. La real razón de aquella reunión estaba a punto de manifestarse y, una vez más, sería ella quién tomaría la iniciativa.

Como de costumbre, le encantaba la teatralidad: las “pausas” y los “énfasis” en mezcla perfecta. Así es que, mientras con su cuchillo cortaba un trozo de carne, ensartada en su tenedor, en pequeños trocitos antes de echárselo a la boca, fue directo al grano y le dijo “Es tiempo de que hablemos del departamento”. Luego se metió el trozo de carne en la boca y, mientras le miraba a los ojos, hizo una prolongada pausa, a la vez que masticaba y masticaba su carne. “Lo digo porque, dado que lo compramos juntos sin habernos casado ... y ya que no nos casamos ...”. Mientras la oía hablar, una idea rondaba su mente: Ella nunca le perdonó aquello que causó su separación y ahora se estaba vengando. “No quiero que lo tomes como un ataque personal ni nada por estilo. Es que, bueno, como yo deseo comprarme otro departamento ...”. Sentía que era su momento del castigo. Tenía la certeza que eso era lo que estaba aconteciendo. “Y no creo que sea justo para los dos que, sólo uno de nosotros, obtenga beneficios de ese Bien Inmueble, como es tu caso ...”. A pesar de su apariencia inocente, él sabía que ella quería verlo quebrado y en la miseria. “Pienso que, lo más justo para los dos, es poner a la venta el departamento y repartirnos el dinero en partes iguales ¿Qué piensas de eso?”. Presentía que ella evitaba deliberadamente mencionar que ya tenía otra pareja, pero él tenía la certeza de que así era.

Trató de parecer lo más sereno posible ante ella. Bebió un trago y reflexionó por un tiempo que a ella debió parecerle largo, pero que para él fue breve. El departamento tarde o temprano sería un problema que debían abordar, y él lo sabía. No le tenía ningún cariño especial a ese espacio que buscaron y eligieron juntos y para el que tenían planes que, en el pasado, parecían factibles. No alcanzaron a habitarlo. Hoy no era más que una fuente de ingresos para él. Lo había entregado a un corredor de propiedades para arrendarlo, de manera de desconectarse lo más posible y sólo recibir el depósito cada mes. Sabía que lo justo era repartirse los ingresos, pero había perdido contacto con ella luego de su separación y tampoco habría sabido cómo plantearle el tema. Siempre era ella la que marcaba el ritmo, la que tomaba decisiones, la que fijaba las prioridades. Él la había amado por eso, entre otras cosas que prefería olvidar. Molesto por la prohibición de encender un cigarrillo en lugares públicos, pensó cuánto necesitaba fumar en ese momento.

Lentamente, comenzó a responderle. Ella lo miraba fijamente, impaciente.
- “El departamento está en manos de un corredor confiable, si quieres, puedo pedirle que se encargue de la venta y dividimos el dinero. Sólo necesito que me digas cuanto te apura la venta”, dijo él sin mirarla.

Ella pareció satisfecha. Había pensado que él se negaría o, al menos, se lo haría difícil. A pesar del tiempo, ella sentía la misma rabia que cuando él la dejó. Ahora estaba rearmando su vida, y darle un cierre a su historia con él era imperativo. Nunca fue una mujer débil, se consideraba a sí misma parte de ese grupo privilegiado de mujeres que puede tomar decisiones sin depender de un hombre. Le gustaba su libertad y autonomía. La única vez que se sintió vulnerable, débil y dependiente había sido al finalizar su relación, aquella ruptura que escapaba por completo a sus planes. Era la primera vez que él tomaba una decisión que los afectaría a ambos, y el resultado había sido muy doloroso para ella. Desde entonces se propuso no dejar que ningún hombre decidiera por ella.

- Me parece bien. Y sí, estoy apurada. Como te dije, queremos comprar otro.

“Queremos”, había dicho ella. Había escuchado bien? Sintió un fuerte dolor en el estómago. Tuvo ganas de preguntarle quién era el otro, ese que formaba el plural. Sabía que no tenía derecho a hacer preguntas y que lo mejor era terminar rápidamente con este encuentro desagradable. Tenía la sensación de que ella quería vengarse un poco más y que debía irse cuanto antes.

- Bueno, si estás tan apurada, entonces pactemos el precio de venta ¿Te parece bien el precio comercial que proponga el vendedor? El avalúo fiscal del departamento es muy bajo y no compensa la inversión que hicimos juntos.

Intentó evaluar la expresión de su rostro cuando él dijo “juntos”. No supo distinguir la reacción en su rostro. Si algo en su interior se removió ante la palabra “juntos”, no fue evidente para él.

- Me parece bien cotizar alternativas ¿Me podrias dar los datos de tu Corredor? Tengo algunos nombres alternativos y me gustaría ver quién nos ofrece un mejor precio y la comisión más baja por la venta.

Ya le parecía maravilloso que ella confiara en él por primera vez, pero no fue así. Ella debía asumir el control y tomar la iniciativa en todo, incluso en el momento del final. Así es que, sin mayores preámbulos, sacó el bolígrafo de su bolsillo, tomó una servilleta de la mesa, sacó su celular, anotó los datos del Corredor, y se los entregó. Ella la metió en su libreta, la guardó en su cartera, miró el reloj y levantó la mano para llamar al mesero.

- La cuenta, por favor.

Se llevó la mano al bolsillo trasero de su pantalón para sacar su billetera, pero ella lo detuvo. “No te molestes. Yo te invité, yo pago”. Ahí estaba nuevamente: su castigo era la humillación. “Por lo menos, déjame aportar con la propina”. Ella lo miró un momento, y luego asintió. No supo si alegrarse porque ella hubiera aceptado o apenarse por la mirada de lástima que le ofreció antes de aceptar.

La despedida fue sin rituales. Fria. No hubo ni abrazos, ni besos de mejillas, ni siquiera una despedida de manos. Tan sólo se levantó de la mesa y pronunció un escueto “Adiós. Te llamaré pronto para contarte cómo me fue con los Corredores. Que estés bien”, y se marchó. Se quedó un instante, girando con los dedos la bandeja con la propina para entregársela al mesero, y deseando que nadie en el restaurante se hubiera dado cuenta de la humillación que había recibido.

En cuanto salió a la calle, sacó desesperadamente un cigarrillo y lo encendió. Necesitaba pensar en lo que había ocurrido, en lo que le estaba sucediendo. Reflexionar. Decidió que caminaría y fumaría los cigarrillos que fuesen necesarios durante el camino, hasta tranquilizar su mente y calmar su espíritu. El inminente final de todo lo que hubo, estaba cerca.

Los días en que juntos habían sido felices parecían lejanos. Casi no podía recordarlos. Sin duda, se arrepentía de algunas decisiones. La de mayores consecuencias había sido aceptar, poco antes de casarse, que ella no deseaba tener hijos, al menos, hasta varios años más. Eso generó la primera grieta entre ellos. Se había quedado mudo, obediente ante algo que él no compartía y que lo decepcionaba profundamente. Sabía que quedaba a disposición de lo que ella decidiera incluso en algo tan trascendente como ser padre.
Luego ella comenzó a organizar la boda. El comenzó a sentirse como un invitado más: podría encontrar todo muy bonito pero no tenía derecho a elegir ni objetar nada. En medio del caos que significaba preparar un matrimonio, sumado al estrés de su trabajo, se le ocurrió tomar un taller de escritura en una universidad. En él encontró algo liviano en qué pensar y ocuparse dos tardes a la semana. Nunca llegó a terminar ningún escrito, pero se relajó y conoció varias personas que como él, buscaban una distracción a sus pesadas vidas. En ese taller conoció a Leonor. Y el desastre tardó en llegar unas pocas semanas.

Leonor no fue la causa de su fracaso, sino el efecto de la decadencia de su relación que venía de camino al fracaso. Finalmente, pensó, cuando uno no encuentra lo que busca donde espera encontrarlo, lo haya en otro lugar. La búsqueda sólo quiere llegar al final del camino: encontrar lo buscado. No piensa en lo que quedó atrás: aquello que quedó en el camino o sobre si fue acertado el camino tomado. Eso lo reflexionas después. Cuando la búsqueda está relacionada con una necesidad emocional (afectiva), no funciona la razón. No piensas si puedes dañar a alguien, sólo sientes que debes encontrar lo que buscas. Se supone que las parejas se unen para llenar esos vacíos, pero cuando la rutina te envuelve, te olvidas hasta de por qué queríamos estar juntos.

Sacó otro cigarrillo y lo encendió con el que se estaba acabando, sin dejar de caminar. Si bien su relación de pareja se terminó, eso no significaba que no podía continuar con su vida. No se quedó con Leonor, porque descubrió que ella no era todo lo que él buscaba. Y el tiempo no vuelve atrás, por lo que no podría volver a la relación que tenía antes. El fracaso de ambos no significaba una pérdida: algo se aprende de cada caída. Así es que ella también tenía todo el derecho de continuar con su vida.

Entonces comprendió que era necesario enfrentarla aquel día. Mirarla nuevamente y hablar. No darle la espalda y pensar que el tiempo se encargaría de olvidar. Tenían que reunirse nuevamente y saldar las deudas pendientes: cerrar el círculo. Era lo mínimo que podía hacer por ella. Por ellos. Por lo que fueron.

“Hasta un paso atrás es un avance”, pensó él.  “Siempre hay una oportunidad de aprender detrás de cada traspiés”. Entonces se detuvo en medio del camino. Como un ángel aparecido, la verdad se le reveló en ese momento: El sueño. El sueño que le daba vueltas en la cabeza, adquirió sentido en ese momento. El idioma extraño se le hacía incomprensible, porque no quería enfrentar el fracaso de su relación. Sólo después de enfrentarlo, lograría comprender el libro. El libro de su vida. Comprender que su vida no tendría sentido, en adelante, si no afrontaba la realidad del fracaso, cerraba el ciclo, y destilaba el conflicto para extraer una enseñanza. Un néctar para nutrir su vida. Eso era el libro: Su Vida. El almuerzo recién compartido: una página más del libro.

Continuó su camino, pero esta vez, con la cabeza erguida. Con la expresión de un hombre que sabe que ha descubierto algo. Al pasar frente a una universidad, una ventisca repentina hizo que se volaran las hojas que llevaba una profesora sobre su pecho y encima de unos libros. Las hojas de papel lo envolvieron por un momento ... y él, alzó las manos al cielo, complacido.



lunes, 19 de agosto de 2013

La noche clara

La noche está clara, dijo él mirando por la ventana.
Ella pensó que sí, demasiado para estar lloviendo.
La noche era lo único claro ahí.
El humo de sus cigarros siguiendo al aire.
Los árboles brillando en agua.
Entre ellos, sin embargo, nada es claro.

Las palabras no pueden retroceder a las gargantas.
Las caricias no pueden devolverse a las manos.
Todo error y todo acierto, ya están hechos. Son.
Una vez abiertos los ojos es difícil volver a cerrarlos.

Y nada està claro.
Salvo la noche.



martes, 6 de agosto de 2013

La mujer que se rompió

Texto Publicado en La Mansa Guman el 26 de Julio de 2013

Cuando lo supo, la mujer se rompió. Había visto mujeres partidas antes. Sabía que le sucedería tarde o temprano. La noche anterior había soñado con dos leones rondando su casa, mirándola a través de la ventana. Quiso cerrar las cortinas para esconderse, pero los rieles estaban desnudos. Despertó asustada. Y esa mañana, lo supo. Era cornuda como tantas otras mujeres rotas antes que ella.
Al romperse se soltaron dentro de ella – con gran estruendo- las preguntas, dilemas y miedos que hasta ese día habían permanecido sujetos a su lugar. Se liberó la rabia inundando todo. La vergüenza. La culpa. Cuánto tardaría en reacomodarlo todo?
Al  quebrarse, se separó de otros. No quería que la vieran  desarmada. Dejó de conversar con la gente. Autómata. Evitó el romance en todas sus formas: cine, libros, amigos. Que envidia le daban los enamorados!  
Se dio cuenta que las mujeres  que no son bien amadas renuncian a muchas cosas para vivir en paz unos meses, días, incluso horas. Renuncian a pensar, para mantener la ilusión de que son queridas. No creen eso de  “y vivieron felices para siempre”, pero necesitan reafirmar su propia decisión  de amar a  X y seguir amando a  X.  De lo contrario pueden enfrentarse a la evidencia (casi científica) de que la cagaron.  Y  no  es como elegir mal un par de zapatos o el corte de pelo. Es confirmar que han gastado años  en una vida equivocada, probablemente engañadas por un buen actor. Es entonces cuando las mujeres rotas se meten al baño, se miran al espejo y  se dicen en voz alta “qué huevona!!”. Para evitar ese momento,  renuncian a luchar, y compran una entrada al teatro de amor que termina- invariablemente- con un “y vivieron felices para siempre”. 

Como otras mujeres rotas, caminando a oscuras, evitaba mirarlo a los ojos. No quería perderse en una mirada. Era huevona, pero no tanto. Se volvió desconfiada  de todos, incluso de sí misma, de su propia fortaleza. Se obligó a no perder la memoria, no olvidar la mentira, de otra forma sería blanco fácil para el compañero de maneras gentiles y envolventes como sonido de piano. Dejó de creer en Dios: el perdón no tenía cabida entre sus nuevas grietas y lo trascendente perdía sentido en el absurdo del  aquí y ahora.
Para arreglar el daño, probó  las recetas disponibles. Pastillas, terapia, llanto, ejercicio, comida, trago, hobbies, estudio, trabajo, imanes, novelas, yerbas, tarot, runas, compras, peluquería, viajes. Agotador e inútil. Nada resultó para reparar las grietas, ni siquiera para esconderlas de las miradas de los intrusos. Empezó a resignarse a permanecer  rota, partida y descompuesta para siempre y a la vista de todos. Se hundió en pensamientos estériles, largas reflexiones sobre la diferencia entre infidelidad y deslealtad. Una perdonable, la otra inaceptable. De nada sirvió, sólo alimentó las iras desbordadas.

A punto de rendirse, pensó en la última jugada posible. La venganza. Pero otro hombre era un problema. No quería más problemas. Una mujer entonces? No se sentía con energía para intentar algo distinto.

En primavera compró una cámara y salió a capturar paisajes, gentes, lo que fuera. Una tarde que fotografiaba unos niños en el parque se fijó en una niña que corría más rápido de los demás, volando en un derroche de energía y placer. Recordó como era ella misma a esa edad, los sueños intactos, la fragilidad de creer, volando en las plazas como esa niña. Con un ruido de gravilla, la niña cayó. Se puso en pié, se limpió las rodillas con un gesto de dolor y continuó corriendo.
De pronto, la mujer que se rompió se dio cuenta. Ella no era mujer para perder. No se levantó y limpió las rodillas tantas veces para terminar  arruinada de esta manera. Tiempo. Definitivamente, tiempo era lo único que necesitaba para repararse. Podría? Solamente tenía que esperar a crecer un poco más. Por qué no? Unas cuantas estaciones para devolver - por sí misma- todo a su lugar y renacería repuesta, armada, células listas y organizadas como ejércitos para la lucha. Vencida ante un hombre? Ni pensarlo. Amar de nuevo? Por supuesto.




miércoles, 17 de julio de 2013

Cumpleaños

Gracias a la vida que me ha dado tanto,
no es una frase hecha cuando se ha sido feliz.
En realidad, feliz a ratos, lo eterno no existe para mí.
Una vez hice un inventario de mi vida
y tenía la bodega llena.
Hoy lo reviso porque es mi cumpleaños:
sigue llena la bodega. Colmada de historias.
Sus estantes copados de recuerdos,
luces y sombras de una mujer que ha vivido.

He vivido de amor y dolor,
de compañía y soledades,
de muerte y de vida.
He visto nacer y morir.
Me vi morir y renacer también.
Me arrepiento de algo? Sí
Me importa mucho? No
Sin deudas ni cargas ni muertos a cuestas.

Por mi camino han cruzado serpientes desechables  y seres inolvidables.
Libros, imágenes, sonidos,
amores, amigos, niños, viejos,
manos tibias tomando las mías, siempre heladas.
Me han mirado ojos amorosos y otros envidiosos,
creí en dioses y me fallaron,
creyeron en mí y tal vez también fallé.
Hice preguntas y encontré respuestas,
mis padres me amaron y aún lo hacen,
mis hijas me visitaron en sueños y luego en el cuerpo,
me completó un compañero que trajo risa al invierno.

Estudié,  trabajé y  cumplí.
Sembré, escribí, parí.
Confieso que he sido feliz.

A ratos, ratos largos.


jueves, 27 de junio de 2013

Ventolera

La Lluvia  libera  las hojas y el Viento las toma en brazos.
Crujen los techos, las ramas se inclinan, saludando.
No temo ni me lamento. 
Si el tronco no teme su desnudez, por qué levantaría yo la voz?
Si el pobre no se lamenta, por qué lo haría yo bajo techo firme?

Escondidos todos. Viento, amo solitario en jardines y calles.
Ventolera, decidiendo la muerte de árboles antiguos,
hartos de ver pasar gentes indiferentes, 
esas que solo notan al muerto cuando ha caído.

La Lluvia baja las hojas y el Viento las toma en brazos.
Como queriendo ayudar, me las deja en montón,
ordenada confusión café y amarilla.
Se hace definitivo lo que antes fue una intención:
cuando el Viento decida mi hora, quiero irme con él.
Hecha ceniza, en sus brazos. 


martes, 18 de junio de 2013

Muertos que nunca nacieron

Transmutar negativo en positivo.
Tristes pensamientos en risa.  Oscuros sentimientos en luz.
Odios en amores. Impaciencia en temperancia.
Cuesta arriba. Mis noches internas llegan con la falta de justicia.
De lo que considero justo. Cómo se cambia eso?

A ratos se me cuelan la niebla  y el humo de afuera.
Me nublo y ahogo. Tiemblo de cuerpo e ideas.
Algunas noches, cuando la luna engorda
y brilla a través de los árboles desnudos,
pienso en sueños muertos y regresa el luto,
lágrimas que no se lloran,
por muertos que nunca nacieron.


domingo, 9 de junio de 2013

Temporera

Soy temporera. No de la fruta. De la educación. Enseño lo poco que sé en horarios, salas y contextos cambiantes. Día, noche. Jóvenes, adultos. No cuento con estabilidad ni resguardos de ninguna especie. Voy y vendo mi trabajo, emito una boleta y recibo el pago, en dos o tres universidades, según la temporada. Cada fin de  semestre, invariablemente, llega la ansiedad ante la cesantía inminente.

Lo único cierto es que soy cesante. Cada temporada recibo una propuesta de trabajo que dura cuatro meses. Luego vuelvo a la cesantía hasta nuevo aviso. Y con el aviso, el alivio y la ficción de que la cesantía terminó.

Somos muchas las personas que trabajamos de esta forma. Algunos, -con más suerte- somos profesionales, otros son temporeros del comercio, las ventas varias, las promociones, la fruta, los seguros, etc. Finalmente todos somos cesantes, con empleos inestables. Aunque algunas de nuestras boletas sean abundantes de números, ese ingreso debe tener atributos de súper héroe: estirarse, tomar formas imposibles, multiplicarse a sí mismo, estar presente en varios sitios a la vez. Vivimos el día. Cero proyecciones. Estudiar, crecer, tener hijos, es impensable. Sólo el día. Ahorrar para los meses de vacaciones forzosas, difícil.

Un temporero tiene que decir que sí cuando llega una oferta. Por mucho que quiera negarse, no puede, porque la necesidad impera y el miedo habla por él. Personalmente digo que sí a todo lo que: a. creo soy capaz de hacer  sin hacer el ridículo y b. no atente contra mi religión, (me refiero a esa estructura de creencias socio-políticas que me permiten elaborar discursos y acciones), y a  cada asignatura   que tomo le impregno el barniz de mis creencias, ideas, reflexiones y prioridades, recordando a ese curita de los pobres, hoy santo, que dijo “el buen maestro no da lo que sabe, sino lo que es”.

En ese marco autoimpuesto, intento aprender y recordar los nombres de mis estudiantes, de sus hijos, de dónde vienen, si trabajan y otros elementos importantes de ellos. No me agrada ni me acostumbro a lo impersonal que muchas veces rodea la enseñanza. No me adapto tampoco a colegas mediocres, quejándose de su trabajo en los pasillos, mientras enseñan una y otra vez lo mismo, sin cambiarle una letra, ajenos al proceso propio y de los estudiantes.

Tampoco me acostumbro a la mediocridad de algunos, pocos, estudiantes. Se movilizan en busca de garantías de derechos educacionales, exigen calidad, pero no se comprometen a ser ellos mismos estudiantes de excelencia. Sacan la vuelta, inventan excusas con más creatividad que un político, desprecian el trabajo propio y ajeno y estoy segura serán profesionales del montón, como hay miles, ocupando los puestos que otros luchamos por encontrar.

Por suerte, la mayoría no es así y siempre encuentro personas admirables en mi sala, ante las cuales me saco el sombrero por su esfuerzo y voluntad. Estudiantes distintos, especiales,  que los profesores reconocemos de inmediato: siempre trabajando, de buen humor, que asumen sus errores, que quieren ser mejores, que reciben una crítica. Cuando los encuentro, aparece sin disfraz la profesora barrera que llevo dentro. Sí, lo admito. Me encariño con quienes se esfuerzan. Los ayudo.  Porque estoy convencida que no es la inteligencia la clave del éxito, sino el esfuerzo. He visto  decenas de estudiantes sin una formación escolar de mínima calidad, sin apoyo familiar incluso y sin mayor inteligencia, ser los mejores de su grupo. No siempre  los de mejores notas, hay que decirlo. Son mejores porque han desarrollado actitudes, más que por recolectar conocimiento y vomitar las respuestas correctas en una prueba o trabajo. Los ayudo porque la persona que se esfuerza pondrá sus competencias al servicio de otros que se esfuerzan, más  temprano que tarde.

De estos contextos estructurados y rígidos de educación superior, donde las relaciones tienden a ser instrumentales, breves y formales, han surgido amistades entre estudiantes y yo. Nos hemos intercambiado cariño, consejos, aprendizajes, escritos, poemas, regalos, libros, risas y confidencias. No creo que sea malo. Al contrario. Quien teme la familiaridad en estos  espacios es porque no confía en el criterio de ambas partes. Sólo hay que saber diferenciar la sala y el exterior.

Me gusta mi trabajo, a pesar de los vaivenes de cada temporada. Sin duda me equivoqué muchas veces. Más de alguno que pasó por mi clase podrá decir  con toda propiedad que fui una vieja de mierda. Perfecto. Las realidades son múltiples y cada uno emite la suya. Pero también más de alguno me ha dicho al finalizar el semestre simplemente “gracias” y eso es lo que me mueve, lo que me gusta. La palabra más potente que un profesor puede recibir.


Qué más se puede pedir? Sí, hay algo: estabilidad. Sólo eso.