Caminaba rápidamente mientras caía una suave lluvia. En la
vereda húmeda brillaba el reflejo de los faroles de la calle, encendidos uno
por medio. Pensaba en el fabuloso relato policial que había dejado en casa,
junto con mi paraguas. Luego de una curva apuré el paso para evitar la lluvia
que se hacía más fuerte y crucé la avenida corriendo antes que cambiara el
semáforo. Las gotas brillaban al contraste de las luces de los autos detenidos.
Seguí mi camino por la vereda norte de la avenida y tomé una oscura calle perpendicular.
Me distraje un instante, todavía pensando en las gotas iluminadas, y en una
falla de la vereda tropecé y caí.
Al caer me quebré sin hacer ruido y las partes rotas
saltaron. Mi mano derecha cayó bastante lejos, detrás de un pequeño arbusto,
junto con el cigarro húmedo pero aún encendido entre mis dedos. Mi mano
izquierda fue a parar al agua mezclada con tierra y aceite de autos, que cuando
llueve se acumula invariablemente en la avenida y fluye hacia las calles cercanas. Mis
pies quien sabe dónde saltaron, no podía verlos desde el ángulo en que cayó mi
cabeza y menos aun a la luz intermitente de los escasos faroles. Las pocas personas
que transitaban continuaban su frenético
camino, indiferentes a mis restos esparcidos por el suelo, y en más de una
ocasión patearon sin querer mi cabeza, que rodaba de manera que mi campo de
visión iba cambiando. No las culpo, la calle estaba semi oscura, la intensa lluvia
los obligaba a apurarse y la avenida con su ajetreo y bocinas opacaba todo
detalle y encandilaba a todos. Me pareció que un niño pequeño, tirado de una
mano adulta, reparó en mi cabeza. Tal vez me vio gracias a su escasa estatura,
o tal vez porque los niños van más atentos a esas cosas extrañas.
El resto de mi cuerpo, brazos, piernas y tronco también quedó
esparcido, indefenso, la mayor parte en el pequeño borde de tierra y plantas
que separaba la accidentada vereda de los edificios enrejados de aquella calle.
Sólo mi pierna izquierda había resistido la caída, quedando unida al tronco.
Cerré los ojos convencida de que encontraría la forma de
reunir las partes separadas a la mañana siguiente. No era la primera vez que me
sucedía este extraño fenómeno. Ya había sido desmembrada al menos dos veces
siendo adulta y una vez cuando niña. Por supuesto nadie nunca lo supo. No podía
ir por ahí contando que me desarmaba como un puzle sin que pensaran mal de mí.
Las personas suelen acostumbrarse a cosas extrañas si aparecen en el cine o las
novelas, pero en la vida real son más conservadoras y una persona que se rompe no
encaja dentro de lo explicable y por tanto, entendible.
Volviendo a mi relato, al cabo de no sé cuánto tiempo abrí
los ojos: las personas y autos habían disminuido
mucho, la avenida parecía desierta y muda salvo por algún vehículo que pasaba
de vez en cuando en la noche y la lluvia
comenzó a amainar. Mi calle estaba desierta. Decidí dormir. Dormí profundamente
y tuve sueños maravillosos sobre vuelos en un cuerpo completo y alado. Me elevé
sobre algunos lugares conocidos de mi infancia y luego sobre campos arados,
lagos pequeños y finalmente la orilla del mar con su sereno murmullo. Antes del
amanecer desperté con el ruido de los pájaros de la plaza cercana. La humedad
cubría el suelo y pude ver a la luz de la mañana que mis partes se encontraban
relativamente en el mismo sitio donde habían caído la noche anterior. Puse toda
mi voluntad y concentración en reunirlas. Si mis manos podían moverse y
acercarse a los brazos estaría a salvo. Logré mover algunos dedos y eso me dio
esperanzas. La mano derecha soltó la colilla mojada, aun entre los entumecidos dedos.
La izquierda, más fuerte, subió la acera, mojada y sucia y se arrastró hacia su
brazo. Los pies, que últimamente han sido mi
parte débil, no se movían, pero entonces aparecieron algunos perros de
la calle, que a esa hora buscan comida entre la basura. Uno de ellos se detuvo
a observar y al cabo de corto rato movió mis pies hacia sus respectivas piernas
tomándolos con delicadeza entre su hocico. Son perros muy inteligentes los que
viven en la calle. Sospecho que han visto personas desarmadas antes. Me miró un
momento con tristes ojos brillantes y decidió acompañarme. Era pequeño y olía a
pelo mojado, pero me dio el calor que necesitaba acomodando su cuerpo junto a
mis restos que poco a poco y torpemente se iban juntando.
Finalmente -y después de no poco esfuerzo- logré reunir todas
mis partes y poner mi cabeza sobre el dolorido cuello. Miré hacia abajo: estaba
completa. Sacudí mi sucia ropa y me pasé las manos por el pelo. Sabía que mi
aspecto era desastroso, con alguno que otro arañazo, pero nadie lo notaría a
esa hora de la mañana, sumergidos como van en sus propios afanes y batallas. Me
dispuse a caminar de regreso a casa, donde un baño y un café terminarían de
reponer el cuerpo recién armado. La avenida empezaba su movimiento diario. Yo
también.