Publicado en LaMansaGuman - Número 21 marzo 2013
Ocurrió un jueves en la mañana, cuando dejábamos
a los niños en el colegio. Hubo un sonido extraño en el cielo, parecido a un
trueno muy fuerte, y entonces nuestra ropa desapareció. Quedamos completamente
desnudos de un momento a otro. Cada persona esa mañana quedó al descubierto en
el intenso frío del otoño.
Al principio se escucharon gritos de
asombro, muchos intentaban taparse con lo que tuvieran a mano, otros temblamos
de frío, otros reían nerviosos. Todos mirábamos alrededor, buscando el sitio
donde se había ido nuestra ropa. No estaba.
Recuerdo que en medio de la confusión entré
al colegio, corrí hacia la sala de mi hijo menor y por la ventanita de la
puerta vi un montón de niños desnudos que se escondían detrás de los muebles y
las cortinas. Sólo un trío de ellos corría feliz en completa libertad por el
centro de la sala. Cuando mi mirada se cruzó con la del profesor desnudo y
desconcertado, avergonzada y sin mediar palabra, busqué con los ojos desde
detrás de la puerta entreabierta hasta encontrar a mi niño, lo llamé con un
gesto y tomados de la mano salimos rápidamente del colegio. Mi marido había
recogido ya al hijo mayor. Subimos al auto los cuatro y regresamos a casa en
completo silencio. El miedo se hizo evidente cuando notamos que nuestros closet
y cajones estaban vacíos. Busqué sábanas, manteles o toallas para envolvernos.
Nada. Quité las cortinas de mi dormitorio y enrollé una alrededor del mi niño menor,
siempre friolento. La sujeté con alfileres. Cuando tomé distancia para ver si
había quedado bien puesta la nueva tenida, la cortina simplemente desapareció.
Tomé otra, repetí la acción. Nuevamente se desvaneció.
El frío se mezclaba con la ansiedad de
encontrar una solución al nuevo problema. Encendí la televisión, ningún canal
estaba transmitiendo. La radio, pensé, debe funcionar. Entonces escuché las
primeras noticias ese jueves sin ropa. Esto no era un fenómeno aislado, al
parecer era mundial. Todos estábamos piluchos. Los enfermos en los hospitales y
las enfermeras que debían seguir trabajando, desnudas. Los policías que no
sabían de dónde colgar sus equipos de radio, palos y pistolas, porque el cinto
había desaparecido. Los soldados que no supieron como saludarse pues no veían
jinetas. Los choferes de micro, panaderos,
profesores y niños, sacerdotes y monjas,
ricos y pobres, chicos y grandes, viejos
y jóvenes, jefes y subordinados. Hasta el presidente y sus ministros se
encontraban desnudos en palacio, trabajando en una reunión ante la emergencia,
porque la eficiencia es su estilo y esto debía resolverse rápido. Desnudos trabajaban los funcionarios de la ONU, los cardenales en el Vaticano y los corredores de bolsa. Desnudos los líderes del G-20, los dueños de grandes fortunas y las personas que viven en la calle.
Por la radio nos enteramos que hubo algunos
que salieron a las calles a celebrar la nueva libertad, ¡viva el nudismo!
gritaban felices. Brindaban por esta nueva uniformidad que nos hacía a todos
iguales. Otros, entre los que me cuento, nos quedamos en casa francamente
confundidos. ¿Cómo iríamos a trabajar al día siguiente?, ¿tendría que ir al
supermercado desnuda? ¿y si tenía que hacer cola en el banco, de esas que
demoran largo tiempo, desnuda junto a otros piluchos desconocidos? La idea no
me agradaba para nada. No me gustaba que mis hijos y mi madre tuvieran que andar
desnudos por la vida. No era una idea tranquilizante para mí tener que ver -por
obligación- los defectos, pelos, cicatrices y formas de los cuerpos ajenos. Ni
que vieran los míos.
A mediodía el gobierno emitió un comunicado
nacional por televisión y radio. El presidente y su ministro aparecían en
pantalla convenientemente ocultos por el logo de gobierno. Hipócritas, pensé.
Dijeron solemnemente que este fenómeno era global, de origen desconocido, de
solución ignorada hasta esa hora. Por tanto, se llamaba a la población a
mantener la calma, retomar las funciones normales y esperar un nuevo comunicado
oficial.
Hablé por teléfono con mis familiares. Con
mis amigos más cercanos. Estaban todos bien. Sorprendidos y llenos de
preguntas, pero bien.
- Tu mamá está muerta de la risa, encuentra
de lo más divertido esto de que andemos los dos piluchos por la casa a estas
alturas de la vida, me dijo mi padre.
En la seguridad de mi casa pensé en los
otros, esos miles de otros obligados a transitar o trabajar desnudos. Supuse
que una pequeña minoría estaría tomándolo con humor, tal vez los más jóvenes y
liberales. Me pregunté por los conservadores, por quienes visten uniformes y se
comunican a través de él, por las mujeres que tuvieron la mala suerte de
enfrentar este día sangrando, por los niños que estarían asustados de ver por
primera vez adultos desnudos, por los adultos mayores que no están para estas cosas,
por los perros felices olfateando traseros en las calles.
Inquieta, al atardecer de ese jueves, quise
salir a dar una vuelta y ver qué hacían los demás. Pero no me atreví. ¿Y si
ahora desparecían los autos y me quedaba sola, a pie y desnuda en cualquier
sitio? Esperé los siguientes comunicados del gobierno. No había solución
posible, se habían testeado varias telas en los laboratorios más importantes y
todas desaparecían en contacto con la piel humana. Tampoco las hojas, ramas
o papeles permanecían más de tres segundos superpuestos
en los cuerpos. Estábamos condenados a vivir desnudos. A taparnos con las manos
las partes importantes sin dejar caer al suelo el celular, las llaves, monedas
y todos los cachureos que habitualmente traemos en los bolsillos o carteras.
Al día siguiente no me moví de mi casa ni
mis hijos tampoco. Mi marido salió a comprar pan y otros alimentos para el fin
de semana.
- Me da lo mismo andar en pelotas si los
demás están en las mismas, dijo.
Al regresar a casa me contó que el supermercado
estaba prácticamente vacío y sólo estaban abiertas dos cajas atendidas por varones. No vio ninguna mujer
atendiendo.
- No pude vitrinear nada, decía riendo.
Ese fin de semana lo pasamos encerrados,
viendo películas, comiendo y abrigados dentro de la cama grande.
En pocos días los efectos de la desnudez se
hicieron evidentes. La mayoría de las personas dejó su vida social cara a cara,
y aumentó la comunicación virtual. Redes sociales, teléfonos y correo
colapsaban. Los niños dejaron de asistir a clases, los profesores simplemente
no se presentaban en sus trabajos. La economía empezó a decaer, no había manera
de obligar a la gente a trabajar desnudos. Los países desarrollados eran los
más afectados, dependientes de la vestimenta y acostumbrados a esconderse
detrás de una imagen producida para engañar. Ya no había nada que nos hiciera
lucir más delgados, más altos, más rellenos de ahí, más planos de acá. Nada que
mostrara si soy rebelde, tradicional o uno más que sigue las modas. Nada que
hiciera juego con los ojos o el pelo, nada para mostrar estatus ni provocar. Nada de
marcas, colores y mensajes a través de la ropa. El exterior dejó de importar,
lo interior se volvió de pronto relevante en una sociedad habituada a cultivar
apariencias.
Algunos hombres adultos se vieron
particularmente afectados en su autoestima. La razón es simple: las mujeres
exhiben su femineidad aunque no quieran.
El volumen de sus pechos, ancho de cintura y de caderas no se puede
ocultar demasiado. Los hombres en
cambio, ocultan sus partes masculinas gran parte del tiempo, digamos que hasta
el momento clave. Ahora estaban ahí, piluchos, sin poder engañar a nadie. Cada
uno tenía lo que tenía. Se terminaron las sorpresas.
En mi trabajo casi no percibí cambios, realizaba
mis clases por plataformas virtuales, haciendo uso de todas las herramientas
que ellas me daban para seguir con mi planificación casi sin modificaciones. Me
comunicaba con mis estudiantes a través de foros, chat. Mis hijos dejaron de asistir a clases y con mi
marido nos dividimos las asignaturas, organizamos un horario de clases para
ellos en la casa y les enseñamos lo que pudimos según nuestras áreas de
competencia y con ayuda de la web. El ministerio de educación colaboró mucho al
subir a su sitio guías para padres como
nosotros.
Aun así había ocasiones en que era
imposible no tener contacto con otros. Había que hacer las compras, visitar a
la familia y amigos. El contacto físico cambió, menos saludos de beso y abrazo.
Excepto con los familiares a quienes se
tocaba como siempre.
-
Mamá, ¿por
qué la abuela tiene tantas cicatrices?, preguntaban mis hijos.
Mientras, el comercio ingenió numerosas
maneras de atender a sus clientes detrás
de mostradores que ocultaban bastante al vendedor y de paso aseguraban al cliente
que no era observado. En algunas tiendas o almacenes el cliente era atendido
dentro de su vehículo. La venta por Internet aumentó muchísimo.
Los tatuajes se hicieron muy populares. Para ser honestos,
a mi me gustaban. Pero no me hice
ninguno. Me dejé crecer el pelo para cubrirme con él el pecho.
Al cabo de un tiempo me acostumbré a todo,
excepto a andar descalza en suelos de baldosa o en el cemento.
No quisiera extenderme demasiado en los
detalles de este suceso que cambió nuestras vidas, uds. los conocen. Lo que
lamento mucho, ahora que veo todo desde la distancia, es la gran cantidad de
vidas perdidas. Vidas que no soportaron esta exposición obligada y brutal. Todas
esas personas que se suicidaron, por no querer enfrentar la desnudez propia y
ajena.
El resto, los que quedamos, tuvimos que
replantear la manera de relacionarnos. Algunos se quedaron en las ciudades,
otros emigraron a lugares menos poblados. Unos fueron felices en su desnudez,
otros no tanto. Algunos retomaron sus ocupaciones. Otros se volvieron
ermitaños.
Por mi parte espero el día que nuestras
ropas regresen, no creo el discurso de la igualdad, la transparencia y la
libertad de la desnudez. No en vano las culturas de todo el mundo desarrollaron
vestimentas. Prefiero contar con máscaras, escondites y adornos, poder elegir
libremente a quién y cuándo me muestro tal cual soy.