miércoles, 26 de diciembre de 2012

Muñeca


Como una matroska, llevo dentro varias muñecas.
Cada una un rol. Cada una más escondida y secreta.
Me ha tomado tiempo conocerlas a todas. Risas y llanto.

Llegando al centro espero ansiosa encontrar eso que busco,
eso que me hace ser, lo esencial.
Pero no hay nada, estoy hueca.
Algo importante está perdido, me falta.

Por eso tengo frío todo el tiempo?
Por eso ha llegado a gustarme el sonido del cuchillo?
Aburrida, dispersa, helada.
Qué me mueve? El deber nada más.
Algo importante me falta.
Hueca la muñeca.
Una obra de arte, hueca la muñeca.


La palabra


No tengo muchos talentos. 
Cuando nací pocas hadas se presentaron a regalarme uno. 
No sé cantar o hacer música, ni hacer maravillas con las manos. Apenas puedo resolver un cálculo matemático y mi memoria es horriblemente frágil. No tengo belleza, ni soy dulce.  No sé decir lo correcto en el tono adecuado.

Pero se me dio el talento de leer y escribir. 
No ese de aprender el abecedario y saber componer oraciones, no ese que se aprende en la niñez y se va deformando al crecer (porque los adultos leen y escriben peor que un niño).

Hablo del talento de amar leer y amar escribir.  
Apreciar un buen libro y permitir que me hable directamente a mí. Desde que tuve entre manos el primer libro propio supe que era magia, lo que para otros resultaba aburrido, para mi era un viaje que quería hacer cuanto antes. Desde entonces, vuelvo regularmente a los mismos libros (los mismos amores). Me hundo en ellos porque me dicen algo nuevo, mensajes cifrados escritos para ese momento preciso de mi vida y que antes no había entendido. Pocas veces he sido más feliz que teniendo un libro amigo en mi mesa y conversando con él.
Y escribir, bueno, no soy un genio de las palabras, ni pretendo serlo. Basta contar  con ellas  para que caiga el disfraz diario, quitar el envoltorio y saberme verdadera. Eso se lo debo a los libros que he leído y vivido.

Anoche, justo antes de dormir, recordé un libro en particular. Cerré los ojos y me trajo a la mente el valor de la palabra. Pensé en la persona que me lo dio y por qué lo hizo. Reviví esa primera lectura y los faroles que encendió en mi mundo oscuro y pequeño de entonces. Recordé pasajes del libro, frases que marqué, flores que dejé secar entre sus páginas, recortes de poemas que escondí dentro. Di gracias por el don de apreciar la palabra y me dije “mañana escribiré sobre esto”.

Hoy me entero de la muerte de Sábato. 
El libro en el que me detuve anoche es “Sobre héroes y tumbas”. 
No es casualidad, hay una conexión entre escritor y lector, entre letra y ojos. 


Soledad en compañía


Es insoportable la soledad estando en compañía.
Querer amar y no poder.
Buscar a Dios y no encontrarlo.
Habitar una casa sin techo.
Comer un banquete en mesa solitaria.
Escribir en la arena.

Es insoportable la soledad estando en compañía.
Caminar como en sueños, sin avance.
Hojear un libro escrito en idioma desconocido.
Intercambiar palabras que flotan en la superficie,
sin atreverse a descender a la oscuridad
donde habitan seres sin ojos que todo lo ven.

Es insoportable la soledad estando en compañía.
Tal vez, si me aventuro en un viaje inter galáctico,
tenga más oportunidad de contacto que contigo


martes, 13 de noviembre de 2012

sentimiento


Déjame decirte que lo que siento por ti es tan grande, que aunque sea secreto imagino  alguien  lo habrá notado. Temo que han  visto mi corazón pulsar bajo mi ropa y mis ojos que no te pierden de vista.
Desde que empieza el día  hasta su fin, en  sueños, te veo y siento que las emociones se atropellan por salir.

Contra toda predicción mis defensas han caído una por una, lentamente.  Es  la manera en que te has ganado este sentimiento con pequeños gestos, tu forma de pensar, las decisiones que tomas, la forma en que me miras…. Te observo y no encuentro más que razones poderosas e imbatibles para sentir así, creo que es justificado, no importa lo que digan, lo que piensen los otros. Impregna mis ideas, mis proyectos, mis ganas.

Me toma por sorpresa. Es que me creía ajeno a los avatares del corazón. No imaginé sentir esto tan intenso, no creí fuera posible fuera de las novelas. No imaginé que el mundo se cerrara repentinamente en torno a dos personas, haciendo desaparecer tantas cosas que antes eran importantes. No sospeché que un sentimiento pudiera consumir tan animalmente a un ser humano. Todo sentir similar me pareció una exageración hasta que me tomó por cautivo.

No te vayas, quiero manifestarte esto que siento, espero que sepas acoger mis palabras. No habrá mejor momento que ahora.

Necesito decirte, ahora, que con todo mi corazón, yo te odio.



domingo, 11 de noviembre de 2012

Calor de primavera


Es posible exiliar el invierno de un jardín?
Sí, se puede.
Tú, con palabras suaves, lo has hecho.
El sol te ayuda derritiendo el hielo en veredas y pastos.

Es posible expulsar los leones que rondan nuestra casa?
Sí, se puede.
Tú, con valentía, lo has hecho.
Yo ayudo derritiendo  mis iras y poniéndome de tu lado.

Es posible dominar las bestias que me pueblan?
Sí, es posible.
Yo, con amor, lo he hecho.
Tú ayudas derritiendo tus errores y acercándote a mi lado.

Felicidad? Qué es eso?
Nos basta con primavera en nuestro jardín.


El Viaje


Hice un viaje, sin maletas, hacia atrás y hacia dentro.
Al término encontré aprendizajes que son mi tesoro.
Aprendí que dibujo la vida en colores fuertes y trazos firmes, 
a diferencia tuya que pintas en pastel y dejas partes en blanco.
Aprendí sobre  espacios tan vastos que es imposible llenar.
Aprendí que tu corazón creció en la misma proporción que el mío se achica.
Que te vuelves mejor en tanto yo egoísta.

Sí, me achico.
Sigo de luto por un amor muerto.
En algún recoveco del camino dejé mis creencias.
Y no es posible amar sin creer.
Creo que las bestias me comieron el corazón.

Me volví lo que enseño, una búsqueda de conocimiento sin pausas.
Una combinación de ateo, marxista y artista sin talento.

Confieso que devolvería todos mis nuevos dones
a cambio de recuperar el amor y sus puentes.
Volver a temblar ante amores que todo lo  invaden:
el de los novios, de madre al hijo,
de artista a su obra, de revolucionario al pobre. 





miércoles, 7 de noviembre de 2012

Sólo una historia



Publicado en LaMansaGuman  -  Número del  14 de junio de 2013

Lo fueron a buscar una noche de invierno del 74. Escuchó detenerse un motor en la calle y despertó asustado. Miró por la ventana y los vio entrar al jardín. Tendría  que abrir la puerta. Ya no habría más huidas, no más correr por los techos de los cordones industriales, no más esconderse por una noche o dos en casas de seguridad de compañeros desconocidos de los cuales no sabía nombres.
Entraron, lo saludaron con un par de golpes de culata, revisaron  la casa. Le vendaron los ojos aplastándole los lentes contra la cara y lo pusieron contra una pared mientras buscaban "las armas". Cavaron el jardín en forma desordenada, sin encontrar nada. Rajaron libros, papeles, sacaron cosas del refrigerador y robaron sus discos. Se reían.

Lo llevaron al vehículo, sin despedidas, su mujer quedó en la casa.
El vehículo avanzó por calle Arrieta. Solamente podía intuir el trayecto que hacían, pero tenía pocas dudas de hacia dónde iba. A intervalos regulares lo insultaban: pije maricón, ahora vas a cagar. 
Rumbo a  Villa  Grimaldi les avisaron por radio que estaba repleto el recinto. No hay espacio para este gallo, llévenlo a cualquier lado por mientras. Se devolvieron… Dónde lo llevamos?
Se detuvieron y lo bajaron en algún lugar del camino. Matémoslo aquí no más. 
Mientras sacaban las armas y las preparaban, él esperaba ser fusilado. Sacó un cigarro y lo encendió a pesar del temblor de manos. Entonces se acercó un soldado joven a pedirle un pucho. Mientras se lo daba, el soldado le susurró: no se preocupe, le hacen a todos lo mismo, pa que se asusten.
Después sabría que esa noche tuvo mucha suerte. No  llegar a la Villa. Los dados estaban  a su favor.

II.
Decidieron llevarlo a un regimiento. Llenaron los papeles de ingreso con sus datos. El que escribía preguntó por la peligrosidad del prisionero. Muy peligroso, respondieron. Él, ya sin la venda, miró alrededor esperando ver a alguien más, alguien realmente peligroso. No había nadie más, ¿hablaban de él? Los soldados pusieron sobre la mesa algunas "evidencias" recogidas en su casa. Un cable que estaba guardando para  conectar una radio y un timbre para instalar en la reja. Ambos elementos fueron identificados como partes de una bomba. Sí, era peligroso y debía ser detenido.

En el regimiento   tampoco había espacio, así que lo tiraron en una caballeriza donde no había caballos, sólo paja, frío, un par de colchones manchados con sangre, mierda, orina y semen. Desde ahí escuchaba a los guardias que seguían a ratos por la radio los partidos del Mundial de Fútbol. Escuchaba al relator gritar un  gol. Otras veces se oían los inconfundibles gritos de  los interrogatorios.
A veces le pegaban, otras veces lo dejaban solo, algunas tardes lo sacaban junto a otros prisioneros  al patio empedrado. Los hacían correr vendados, cada vez más fuerte, chocando con paredes, hombres, culatas, pies y puños. Cuando se aburrían, los milicos jugaban con ellos y cada simulacro de ejecución era distinto. Imposible saber si ahora iba en serio.

De regreso en su colchón, dolorido, pensaba en los compañeros que seguían afuera, ¿dónde y cómo estarían? ¿Había valido la pena?
Se habían organizado mal. No estaban preparados para esto, se creyeron los dueños del mundo y  ahora veían que todo lo suyo era un juego  de mesa comparado con este poder blindado de cuatro. Qué ingenuos  e idealistas habían sido. Qué huevones. Aplastados en horas por la bota implacable. Todo quebrado en un santiamén. Eso era lo que más dolía.

Finalmente, tras largos días y peores noches, lo soltaron. Entonces supo que había estado en el Tacna. Caminó muchas cuadras, desorientado al comienzo, hasta llegar a una paradero y tomar una micro rumbo a su casa. Tenía un aspecto lamentable, flaco, sucio y hediondo, los lentes rotos en el bolsillo, moretones en la cara y la vista perdida. Dolorido. Ajeno. Solo. Al cruzarse con él, nadie lo miró. 
En casa fue recibido sin preguntas. Se bañó largamente, comió  poco y durmió muchas horas seguidas. Lloró, siguió llorando. Escondido, como lloran los hombres. Averiguó de sus amigos, no quedaba ni uno. Nadie, se fueron o se los fueron.

III.
Se separó de su mujer y dejó la casa. Por algún tiempo lo siguieron, le registraban el auto, lo rondaban. De maneras no muy sutiles le dejaban el mensaje de que no estaba del todo libre. 
Vio cosas horribles suceder a otros, en su edificio en San Borja, en la calle. Una niña que en medio de un allanamiento murió baleada y su padre con ella en brazos, impotente ante la muerte más absurda que se pueda imaginar. Rumores de vecinos que no habían vuelto a casa. El miedo se olía, se levantaba del suelo como la humedad al sol. 

Aunque tenía lentes nuevos él seguía viendo el mundo roto, partido, gris.  Sin trabajo, sin proyecto, sin país, sin lucha. Caminó meses en la penumbra de las mentiras oficiales, medio vivo pero con ganas de irse.

No despertó de su letargo hasta el invierno siguiente, cuando la vida emergió  de las cenizas y le nació un fénix con nombre de mujer y ojos brillantes.




lunes, 5 de noviembre de 2012

Inventario


El inventario de la vida
puede ser largo o corto,
y esto poco tiene que ver
con cuántos años registre.

Tengo seis árboles en mi jardín,
decenas de pájaros e incontables cantos.
Libros académicos que nada explican
y poemas que todo lo comprenden.

Un par de viejos con mañas
y consejos que uno ya, con paciencia,  predice.
Un hermano opuesto a mi como blanco al negro,
pero que en la risa nos reconocemos.
Un compañero imperfecto pero generoso.
Hijas, frutos, creaciones... que darán a su vez otros hijos, frutos, creaciones.

Mi cuerpo tiene el recuerdo imborrable de la maternidad,
ese que permanece en cada célula para saber si los hijos son felices.
Mis oìdos guardan el eco de la palabra mamà en tonos diversos.
Mis manos las marcas del tiempo
y mis pies la huella dejada en  arenas, bosques y caminos.

Poseo no pocos recuerdos oscuros
que convertí en cenizas desde las que renazco
y recuerdos hermosos que a veces me visitan en sueños,
escritos en cielo con tinta de nube.

Colecciono por placer preguntas sin respuesta
y respuestas que no aclaran nada.
Guardo sueños, ilusiones, utopías
que persigo solo por ser bellas.

Acumulo escritos propios y ajenos
porque las letras crean puentes más resistentes que la piedra.
Tengo defectos que podrían hacer un inventario aparte
y virtudes que más que mías son hijas del aprendizaje.

Llevo cicatrices que delatan una infancia  de juegos callejeros
y cajas con papeles y fotos de una vida que parece ajena.
Tengo, tuve y tendré buenos amigos.
No tengo, tuve ni tendré dinero.

En alguna parte guardo vivencias de norte y de sur,
de frío y calor, amor y dolor,
de canciones y silencio.

Tengo seis árboles en mi jardín,
decenas de pájaros e incontables cantos.


domingo, 4 de noviembre de 2012

Problema de tiempos

Publicado en LaMansaGuman - Número del 17 de mayo 2013

Ese lunes, día de su aniversario, se levantaron temprano. La tarde anterior ambos pensaban qué pasaría a la mañana siguiente. Estaban ansiosos, sentían que las cosas podían resultar un éxito o un desastre. Era impredecible.

Cuando se despertaron, abrieron las cortinas y se dispusieron a  la rutina de cada mañana. Lo primero que notaron es que el invierno llegó de pronto. La casa amaneció helada y afuera estaba todo cubierto de blanco. Los árboles amanecieron completamente desnudos y no se escuchaban ni los perros.

Desayunaron por separado, él de pie en la cocina y ella caminando de acá para allá. En el trayecto al trabajo no hablaron, cada uno pensando en las actividades que no debían olvidar ese primer día de la semana, mientras la radio parecía afanarse por llenar el espacio. Estacionaron el auto en un sitio intermedio entre sus respectivas oficinas. Se dijeron un cordial adiós sin beso y cada uno marchó a sus labores. No se encontraron hasta el almuerzo. Comieron en silencio. A estas alturas los dos habían notado que la mitad del aniversario se había esfumado sin decirse nada. Tal vez era mejor así. Tal vez no tenían nada que decir.

En la tarde, ya de regreso en casa,  ella decidió mientras recogía las últimas hojas secas en el jardín, que era hora de hablarle, decirle que el amor se había volado con los vientos hace varios otoños, y que no encontraba ánimo ni motivo para recomenzar. Pensó escribirle, para evitarse  la vergüenza de quedar hablando sola, como antes, cuando le hablaba y él se iba, dejándola llorando de rabia y con las palabras atoradas.

Pensó explicarle que había descubierto la raíz del problema entre ellos. Era un problema de tiempos, de sincronización de relojes. Cuando yo te quise, pensó ella, tú no me quisiste. Ahora me quieres, pero yo a ti ya no. Reflexionó, mientras buscaba una bolsa grande para las hojas, que debería existir un artesano relojero que arreglara los relojes de las parejas que tenían el problema de la asincronía.

En el trabajo, él imaginaba cómo decirle a ella que la amaba todavía, que lo perdonara por el desamor acumulado, por los silencios y las deslealtades involuntarias. Explicarle que tan sólo era un hombre imperfecto (quién no lo era?) pero  dispuesto a enmendar errores. Fantaseaba con llegar a casa y ser abrazado, acurrucado, acogido por la que aún sentía su mujer y compañera. Planeó comprar un regalo y flores, pero recordó que a ella le parecían sospechosos los regalos. Decidió irse temprano del trabajo y darle un buen término al día que había empezado tan helado.

Al atardecer se encontraron nuevamente. El entró con los zapatos sucios y ella se molestó, pero no dijo nada. El esperó que le ofrecieran algo de comer pero nadie lo hizo. Cuando vio que ella lo ignoraba detrás de un libro sobre cronopios (que rayos es eso?), desistió de su plan. Cuando ella lo escuchó darse media vuelta, decidió callar un año más. Ninguno  dijo lo que había pensado decir, las frases ensayadas quedarían sin estreno. Faltos de fe, estaban dispuestos a seguir hasta el próximo invierno compartiendo sus vidas en un silencio de muerte.

Como siempre al final de la jornada, los dos se sentaron a la mesa a responder correos y leer los diarios. Frente a frente, pero en mundos tan distintos, lejanos como distantes están los planetas: en constante movimiento, pero siempre manteniendo su distancia, esa que evita el desastre, el choque de fuerzas y la explosión que terminaría con ambos. A ratos uno le comentaba al otro una noticia. No las discutían, pues sobre todos los temas pensaban distinto y era vital mantener las órbitas separadas.

A ella le rondaban las ideas de la tarde. A él las suyas. Se le ocurrió servir dos copas de vino. A fin de cuentas estaban de aniversario. Podría tomarla de la mano y tal vez con una mirada ella entendería el mensaje, como entendía cuando se conocieron y se hablaban con los ojos. En el  preciso momento en que  se iba a parar a buscar las copas, ella se levantó primero y puso a calentar agua para su café. Tenía las manos heladas y una taza caliente era mejor que buscar la mano de él.  El vino tendrá que esperar, pensó él.  Llevaba seis meses en la cava esperando una ocasión especial que no llegaba.

Ya era tarde y se fueron a acostar. Se terminaba el aniversario. Ella leyó un poco sobre famas y esperanzas y luego apagó la luz. El miró televisión, sin ver  nada en particular. Se le ocurrió que a ella se le había olvidado el aniversario. En ese caso sería un alivio. Al menos ambos terminaban el día ilesos.

Ella estaba segura que él recordaba el aniversario, y que quería hablar de lo evidente que eran sus problemas y cómo olvidarlos, pero optó por darse media vuelta y fingir que dormía. Ya había terminado el día, no tenía con quien comentar las desventuras de los cronopios  (él no leía nunca, nada) y estaba cansada para hilvanar respuestas a un tema para el que no había solución, puesto que ningún relojero sabía arreglar los relojes de un hombre y una mujer con problemas de asincronía.




sábado, 3 de noviembre de 2012

Desnudos


Publicado en LaMansaGuman - Número 21 marzo 2013

Ocurrió un jueves en la mañana, cuando dejábamos a los niños en el colegio. Hubo un sonido extraño en el cielo, parecido a un trueno muy fuerte, y entonces nuestra ropa desapareció. Quedamos completamente desnudos de un momento a otro. Cada persona esa mañana quedó al descubierto en el intenso frío del otoño.
Al principio se escucharon gritos de asombro, muchos intentaban taparse con lo que tuvieran a mano, otros temblamos de frío, otros reían nerviosos. Todos mirábamos alrededor, buscando el sitio donde se había ido nuestra ropa. No estaba.
Recuerdo que en medio de la confusión entré al colegio, corrí hacia la sala de mi hijo menor y por la ventanita de la puerta vi un montón de niños desnudos que se escondían detrás de los muebles y las cortinas. Sólo un trío de ellos corría feliz en completa libertad por el centro de la sala. Cuando mi mirada se cruzó con la del profesor desnudo y desconcertado, avergonzada y sin mediar palabra, busqué con los ojos desde detrás de la puerta entreabierta hasta encontrar a mi niño, lo llamé con un gesto y tomados de la mano salimos rápidamente del colegio. Mi marido había recogido ya al hijo mayor. Subimos al auto los cuatro y regresamos a casa en completo silencio. El miedo se hizo evidente cuando notamos que nuestros closet y cajones estaban vacíos. Busqué sábanas, manteles o toallas para envolvernos. Nada. Quité las cortinas de mi dormitorio y enrollé una alrededor del mi niño menor, siempre friolento. La sujeté con alfileres. Cuando tomé distancia para ver si había quedado bien puesta la nueva tenida, la cortina simplemente desapareció. Tomé otra, repetí la acción. Nuevamente se desvaneció.

El frío se mezclaba con la ansiedad de encontrar una solución al nuevo problema. Encendí la televisión, ningún canal estaba transmitiendo. La radio, pensé, debe funcionar. Entonces escuché las primeras noticias ese jueves sin ropa. Esto no era un fenómeno aislado, al parecer era mundial. Todos estábamos piluchos. Los enfermos en los hospitales y las enfermeras que debían seguir trabajando, desnudas. Los policías que no sabían de dónde colgar sus equipos de radio, palos y pistolas, porque el cinto había desaparecido. Los soldados que no supieron como saludarse pues no veían jinetas. Los choferes de micro,  panaderos, profesores y  niños, sacerdotes y monjas, ricos y pobres,  chicos y grandes, viejos y jóvenes, jefes y subordinados. Hasta el presidente y sus ministros se encontraban desnudos en palacio, trabajando en una reunión ante la emergencia, porque la eficiencia es su estilo y esto debía resolverse rápido. Desnudos trabajaban los funcionarios de la ONU, los cardenales en el Vaticano y los corredores de bolsa. Desnudos los líderes del G-20, los dueños de grandes fortunas  y las personas que viven en la calle.
Por la radio nos enteramos que hubo algunos que salieron a las calles a celebrar la nueva libertad, ¡viva el nudismo! gritaban felices. Brindaban por esta nueva uniformidad que nos hacía a todos iguales. Otros, entre los que me cuento, nos quedamos en casa francamente confundidos. ¿Cómo iríamos a trabajar al día siguiente?, ¿tendría que ir al supermercado desnuda? ¿y si tenía que hacer cola en el banco, de esas que demoran largo tiempo, desnuda junto a otros piluchos desconocidos? La idea no me agradaba para nada. No me gustaba que mis hijos y mi madre tuvieran que andar desnudos por la vida. No era una idea tranquilizante para mí tener que ver -por obligación- los defectos, pelos, cicatrices y formas de los cuerpos ajenos. Ni que vieran los míos.

A mediodía el gobierno emitió un comunicado nacional por televisión y radio. El presidente y su ministro aparecían en pantalla convenientemente ocultos por el logo de gobierno. Hipócritas, pensé. Dijeron solemnemente que este fenómeno era global, de origen desconocido, de solución ignorada hasta esa hora. Por tanto, se llamaba a la población a mantener la calma, retomar las funciones normales y esperar un nuevo comunicado oficial.

Hablé por teléfono con mis familiares. Con mis amigos más cercanos. Estaban todos bien. Sorprendidos y llenos de preguntas, pero bien.
- Tu mamá está muerta de la risa, encuentra de lo más divertido esto de que andemos los dos piluchos por la casa a estas alturas de la vida, me dijo mi padre.
En la seguridad de mi casa pensé en los otros, esos miles de otros obligados a transitar o trabajar desnudos. Supuse que una pequeña minoría estaría tomándolo con humor, tal vez los más jóvenes y liberales. Me pregunté por los conservadores, por quienes visten uniformes y se comunican a través de él, por las mujeres que tuvieron la mala suerte de enfrentar este día sangrando, por los niños que estarían asustados de ver por primera vez adultos desnudos, por los adultos mayores que no están para estas cosas, por los perros felices olfateando traseros en las calles.

Inquieta, al atardecer de ese jueves, quise salir a dar una vuelta y ver qué hacían los demás. Pero no me atreví. ¿Y si ahora desparecían los autos y me quedaba sola, a pie y desnuda en cualquier sitio? Esperé los siguientes comunicados del gobierno. No había solución posible, se habían testeado varias telas en los laboratorios más importantes y todas desaparecían en contacto con la piel humana. Tampoco las hojas, ramas o  papeles permanecían más de tres segundos superpuestos en los cuerpos. Estábamos condenados a vivir desnudos. A taparnos con las manos las partes importantes sin dejar caer al suelo el celular, las llaves, monedas y todos los cachureos que habitualmente traemos en los bolsillos o carteras.

Al día siguiente no me moví de mi casa ni mis hijos tampoco. Mi marido salió a comprar pan y otros alimentos para el fin de semana.
- Me da lo mismo andar en pelotas si los demás están en las mismas, dijo. 
Al regresar a casa me contó que el supermercado estaba prácticamente vacío y sólo estaban abiertas dos cajas  atendidas por varones. No vio ninguna mujer atendiendo.
- No pude vitrinear nada, decía riendo.
Ese fin de semana lo pasamos encerrados, viendo películas, comiendo y abrigados dentro de la cama grande.
En pocos días los efectos de la desnudez se hicieron evidentes. La mayoría de las personas dejó su vida social cara a cara, y aumentó la comunicación virtual. Redes sociales, teléfonos y correo colapsaban. Los niños dejaron de asistir a clases, los profesores simplemente no se presentaban en sus trabajos. La economía empezó a decaer, no había manera de obligar a la gente a trabajar desnudos. Los países desarrollados eran los más afectados, dependientes de la vestimenta y acostumbrados a esconderse detrás de una imagen producida para engañar. Ya no había nada que nos hiciera lucir más delgados, más altos, más rellenos de ahí, más planos de acá. Nada que mostrara si soy rebelde, tradicional o uno más que sigue las modas. Nada que hiciera juego con los ojos o el pelo, nada para mostrar estatus ni provocar. Nada de marcas, colores y mensajes a través de la ropa. El exterior dejó de importar, lo interior se volvió de pronto relevante  en una sociedad habituada a cultivar apariencias.
Algunos hombres adultos se vieron particularmente afectados en su autoestima. La razón es simple: las mujeres exhiben su femineidad aunque no quieran.  El volumen de sus pechos, ancho de cintura y de caderas no se puede ocultar demasiado.  Los hombres en cambio, ocultan sus partes masculinas gran parte del tiempo, digamos que hasta el momento clave. Ahora estaban ahí, piluchos, sin poder engañar a nadie. Cada uno tenía lo que tenía. Se terminaron las sorpresas.

En mi trabajo casi no percibí cambios, realizaba mis clases por plataformas virtuales, haciendo uso de todas las herramientas que ellas me daban para seguir con mi planificación casi sin modificaciones. Me comunicaba con mis estudiantes a través de foros, chat.  Mis hijos dejaron de asistir a clases y con mi marido nos dividimos las asignaturas, organizamos un horario de clases para ellos en la casa y les enseñamos lo que pudimos según nuestras áreas de competencia y con ayuda de la web. El ministerio de educación colaboró mucho al subir a su sitio guías para  padres como nosotros.

Aun así había ocasiones en que era imposible no tener contacto con otros. Había que hacer las compras, visitar a la familia y amigos. El contacto físico cambió, menos saludos de beso y abrazo. Excepto con los familiares  a quienes se tocaba como siempre.
-          Mamá, ¿por qué la abuela tiene tantas cicatrices?, preguntaban mis hijos.

Mientras, el comercio ingenió numerosas maneras de atender a  sus clientes detrás de mostradores que ocultaban bastante al vendedor y de paso aseguraban al cliente que no era observado. En algunas tiendas o almacenes el cliente era atendido dentro de su vehículo. La venta por Internet aumentó muchísimo.
Los tatuajes  se hicieron muy populares. Para ser honestos, a mi me gustaban.  Pero no me hice ninguno. Me dejé crecer el pelo para cubrirme con él el pecho.
Al cabo de un tiempo me acostumbré a todo, excepto a andar descalza en suelos de baldosa o en el cemento.

No quisiera extenderme demasiado en los detalles de este suceso que cambió nuestras vidas, uds. los conocen. Lo que lamento mucho, ahora que veo todo desde la distancia, es la gran cantidad de vidas perdidas. Vidas que no soportaron esta exposición obligada y brutal. Todas esas personas que se suicidaron, por no querer enfrentar la desnudez propia y ajena.

El resto, los que quedamos, tuvimos que replantear la manera de relacionarnos. Algunos se quedaron en las ciudades, otros emigraron a lugares menos poblados. Unos fueron felices en su desnudez, otros no tanto. Algunos retomaron sus ocupaciones. Otros se volvieron ermitaños.

Por mi parte espero el día que nuestras ropas regresen, no creo el discurso de la igualdad, la transparencia y la libertad de la desnudez. No en vano las  culturas de todo el mundo desarrollaron vestimentas. Prefiero contar con máscaras, escondites y adornos, poder elegir libremente a quién y cuándo me muestro tal cual soy.



viernes, 2 de noviembre de 2012

Sueño


Anoche soñé contigo.
Tu hermoso cuerpo saliendo del agua,
todo cubierto de gotitas que reflejan la luz.
Me acerco despacio y te envuelvo en una toalla y un abrazo.
Tan real como fuiste real un verano.
Me miras y me pierdo en ese verde calmo.
Tu mirada me traspasa el alma
y de nuevo, como antes, me parece que no hay mundo más que tú.
De nuevo, como antes, me parece que lo dejaría todo.
Todo por seguir colgada de tu cuerpo y sus gotitas de luz.

Tú,  que tienes nombre y apellido,
que vives en alguna parte, entre algunas gentes,
te presentas en mis sueños cada cierto tiempo para que no te olvide.
Apareces y me doy cuenta que tengo para ti una memoria aparte,
guardando tu cara, manos y aroma con detalle.
Seguramente has, como yo, cambiado.
Sin embargo, me visitas tal cual fuiste  ese verano.

Entonces, de pronto,  anuncias que te vas.
Se que el sueño se termina y te pido no me dejes.
No me dejes…
Ante la certeza de tu partida me rompo.
Te suplico entonces “ven  a buscarme”.
Repito, “ven a buscarme”.

Por favor, espere

Publicado en LaMansaGuman - Número de 18 abril 2013

Salí de la clínica como una niña perdida, frágil y desorientada. Caminé varias cuadras sin rumbo fijo antes de emprender regreso a casa. Encendí el único cigarro que me quedaba y me dispuse a caminar hacia el paradero más cercano. No pude con mis pensamientos y busqué temblorosa el celular para llamar a alguien. No supe a quién y lo puse de vuelta en mi bolsillo. Minutos después llamé a mi madre.
Le conté lo que había pasado con la voz tranquila. Ella me escuchó y simplemente me dijo “todo estará bien hija, no te preocupes” en ese tono que usan las madres cuando uno está herida.
Seguí mi camino pensando de dónde pudo venir el maldito virus. No recordaba ninguna situación de riesgo para mí. Tomé un colectivo y sin hablar pagué el pasaje. Me preguntaba que reacción tendría mi pareja cuando llegara a casa, y si sería yo capaz de relatar lo sucedido sin quebrarme, mal que mal, las mujeres de hoy no lloramos ni perdemos el control. Sólo esperaba que él no me hiciera demasiadas preguntas, no tenía ganas de hablar.
Regresé a casa como aturdida. Le expliqué brevemente a mi pareja lo que me habían dicho en la clínica y luego me senté a buscar información en Internet. Puede ser muy útil navegar para documentarse, pero en estos casos de urgencia uno se marea entre tanta información. Encontré varios sitios que describían los resultados de examen de VIH. Mis ojos buscaban velozmente las líneas donde se explicaran los falsos positivos, ya que estaba esperanzada de que ese fuera mi caso. Supe entonces que los falsos positivos eran más comunes de lo que uno cree y se pueden deber a muchas causas, desde tener un resfrío hasta estrés. Leí algunas cosas por el estilo hasta quedarme con una idea general del asunto y decidí dejar el tema para más tarde, para otro día, para otro mes incluso.
Esa noche antes de dormir no pude, sin embargo, evitar repasar los acontecimientos, un defecto que tengo y que es culpable de que duerma  mal casi todas las noches.
Hacía unas semanas que decidí hacerme un chequeo de rutina para descartar una enfermedad particular que me producía síntomas muy molestos. Me dirigí a la clínica más grande de mi ciudad  y me hice todos los exámenes que el médico me recomendó hacer. Me preguntaron si deseaba agregar el test del VIH y dije que sí, para aprovechar la muestra de sangre, como si fuera un derroche desperdiciarla. Me había hecho el test dos veces en mi vida y no tenía ningún temor de que resultara positivo. Era imposible. A los pocos días recibo un llamado telefónico desde la clínica: uno de mis resultados estaba “alterado”. No estaban autorizados para darme mayor información por esa vía, así que fui inmediatamente al lugar.
Muy nerviosa, sin saber que esperar, me anuncié en el mesón hasta que la encargada de laboratorio me hizo una seña. Pasamos a una salita diminuta con solo un escritorio y poco espacio para moverse. Ella se sentó del otro lado de la mesa y comenzó a decirme con su  mejor sonrisa de atención al cliente que mi examen de VIH había resultado positivo, pero que no me asustara porque la serología era muy baja. Como evidentemente yo no parecía entender nada y solo me limitaba a mirar por la ventana como queriendo arrancar, ella se ofreció a responder mis dudas. Fue para peor, porque no respondió nada de manera satisfactoria, por el contrario, me dio respuestas muy técnicas o vagas que me dejaron más confundida. Lo único que entendí es que la muestra de sangre se enviaba a la capital  a alguna repartición de salud pública de nombre algo extenso, y que yo debía ser tan amable de esperar un mes completo a que el resultado definitivo regresara. Ella me llamaría por teléfono y tendría que regresar a la clínica a buscar el famoso documento que me condenaría.
Me preguntó si tenía factores de riesgo. Respondí que no me drogo con jeringas, no he sido sometida a ninguna cirugía y no tengo sexo con cualquiera. Que tengo pareja estable hace muchos años. Que me he realizado el examen antes, sin problemas. Que no entiendo cómo es esto posible. Ella me mira a los ojos como esperando detectar una mentira, me siento juzgada por una funcionaria de pulcro uniforme y nombre de bailarina exótica. Que huevada más humillante.  Factor de riesgo y la concha de su madre.
Cuando ella se levantó de la silla supe que debía marcharme. Me puse de pie y esperé torpemente que ella me entregara el resultado de mi examen. No me dio nada, ni siquiera un folleto explicativo, nada más que un “hasta luego” sonriente.
Salí del laboratorio con las manos vacías, sintiendo que todos me miraban como si fuera culpable de algún delito. Pasé por entre secretarias y pacientes mirando el suelo y salí a la calle lo más veloz y decidida que pude.
Traté de conservar la fecha en mi mente para calcular el mes que debía esperar. Pero como era de esperar olvidé que día era, en realidad nunca sé qué día es. Logré olvidar el asunto con una rapidez increíble y si no hubiera sido por las preguntas de mis padres y mi pareja, tal vez lo habría olvidado para siempre. ¿Hay novedades?, preguntaban cada cierto tiempo y yo respondía un no cerrado.
El tiempo. Un mes. Treinta días, cinco semanas. Es muy cierto que cronos avanza de manera relativa según cada ser humano y la intensidad de su espera. O de su temor de algo. En mi caso no sabría decir si ese mes fue especialmente largo, porque como dije, olvidé lo sucedido.
A veces me acordaba de pronto, a la hora de dormir, y luego soñaba con ello. Que me dictaban la sentencia y eso era todo. Que me moría. Se acabó. Más encima morir como una paria, despreciada por todos. Volvería a contar únicamente con mi familia y yo misma. Tal vez también con mi pareja. Todos los demás seguro desaparecían.
La primera semana luego del evento en la pequeña salita, visité a mi médico con los demás resultados de exámenes.  Todo estaba muy bien en ellos y nada explicaba los síntomas molestos de un supuesto estrés.  No estaba enferma de nada. Fui entonces al siquiatra en busca de la explicación de mis síntomas, y aun estoy en eso. Al enterarse del resultado del test de VIH, me sonrió con bondad, diciendo: no te preocupes ahora, cuando llegue el papelito de la capital, ahí vemos qué hacemos. Seguí su consejo. No ganaba nada con darle vueltas, aparte de aumentar ese posible estrés que me había llevado a hacer los exámenes en primer lugar. Solo debía ser tan amable de esperar que se cumpliera el protocolo del ministerio de salud y emitiera el resultado definitivo.
Llegó el invierno con un frío que todo lo hiela. Me concentré en mis asuntos laborales y tomé las vitaminas que me habían recetado. Leí un par de libros que ya había leído antes porque no quería gastar muchas neuronas en pensar. Las únicas veces que pensaba en mi problema de salud era cuando tocaba a algún niño. Me sentía sucia. Criminal por no alejar mi mano de la suya. Cuando mi pareja me buscaba en la cama yo me hacía a un lado. No quería contagiar  a nadie.
Mi pareja se hizo el examen de VIH dos días después que me llamó la señorita del laboratorio. Resultado negativo. Dice que lo hizo por mí, para mi tranquilidad y tal vez sea cierto y en ese caso lo agradezco. Pero yo interpreté que lo hizo por su propia tranquilidad. No pensé que el contagio pudo venir por su lado, hasta que se hizo el examen. Tal vez sus culpas lo llevaron al laboratorio. Pensé que había tenido miedo por su vida. Y es normal que así fuera. Fiel a mi estilo, no quise darle vueltas a eso tampoco. Si me había sido infiel no quería saberlo ahora precisamente.
Las últimas semanas antes del plazo empecé a asustarme, pero no lo dije a nadie. Generalmente ante los problemas me cierro como ostra. Comienzo a tener pesadillas y dolores varios. Pero no hablo de mis miedos. Es que no hay manera de decir “tengo miedo de morir” sin que suene a tragedia caribeña. Cómo decir “soy joven para morir” sin que parezca frase de dibujo animado a punto de ser aplastado. O peor: “tengo hijos que mantener”. Todo muy melodramático, pero real en mi mente. La idea de partir sin dejar nada más que carne, hueso y pelo en un cajón bajo tierra húmeda me daba terror. Que al principio todos te extrañen pero en un par de estaciones pocos te recuerden. Que se termine todo. Porque no creo en el cielo, la vida eterna y esas patrañas. No creo que un dios benevolente me estará esperando. Me parece que Dios es el amigo imaginario más popular del mundo y la expectativa de la vida eterna la farsa mejor vendida. Cuando la huevada termina, termina. Si uno alcanzó a dejar algo que valga la pena, excelente, de lo contrario eres abono, nada más.
No me permití en esas semanas enrollarme con pensamientos acerca de mi vida, mi corto futuro, las cosas no hechas y los errores o aciertos cometidos. Por la misma razón que no me gusta mi cumpleaños y el año nuevo: no me agradan los balances. Lo hecho es y lo no hecho no es. Punto. Lo que sí me preocupa son los otros, esos que  me quieren. No quiero que sufran. También me preocupan los gastos, enfermarse es caro.
En fin, callada y temerosa, espero. Si mis padres o mi pareja me tratan demasiado bien, sospecho que me tienen lástima. Si me miran con ojos tiernos supongo que piensan que mi fecha de vencimiento llegó.
Una tarde mientras leo el diario para informarme de lo fantástico que es este mundo, suena el teléfono.  Sé que es mi llamado, aun antes de contestar. Efectivamente, la señorita me anuncia que llegó el documento de la capital con el resultado definitivo para mí. Debo ir a retirarlo. Decido ir al día siguiente, no sé si por miedo o por descuido. No quiero pensar en el tema. Quiero pasarme de largo. No retirar ninguna cosa y si me tengo que morir que así sea, por la cresta. Que se vayan  todos a la chucha y me dejen tranquila con mi virus.
Esa noche comencé a sentirme mal, quise  vomitar. Me dormí convencida de que no estoy enferma del estómago, sino que son las palabras guardadas las que quiero vaciar. Desperté igual de enferma. No quise   levantarme, pero lo hice.
Como un robot me pongo en pie y me preparo para salir a la clínica. Mi pareja irá conmigo. Camino del lugar pienso que lo que venga  tengo que afrontarlo con valor. Nada de llanto ni escandalera. Valor. Dignidad.
Al llegar al mesón pregunto por la señorita con nombre de bailarina, con la seguridad que las secretarias me reconocen como peligrosa, porque no todos los pacientes son invitados a pasar a la salita enana del honor (o debería decir “horror”). Cuando la encargada aparece me dice con cara de huevona “a usted la conozco de alguna parte”. Me dan ganas de pegarle un combo y decirle “si pues, usted me llamó para darme una buena noticia hace un mes atrás”. No le digo nada, tal vez porque tengo la boca llena con una galleta. Nos sentamos en las mismas sillas de la otra vez, yo mirando por la ventana. Ella le pide a mi pareja que se retire ya que el protocolo no permite su presencia en tan solemne momento de la verdad. Me pregunto de qué sirve tener una pareja que me apoya si no la dejan quedarse conmigo. Protocolos de mierda. Te hacen esperar un mes completo para algo que seguramente toma tres días hacer, y luego te dejan sola recibiendo la condena.
Con la misma sonrisa de vendedora de la vez anterior, ella me explica que el resultado que ha regresado de la capital es negativo, y definitivo. Estoy sana. Que esta clínica realiza una técnica denominada Combi no se qué. Que seguramente esa técnica se confundió porque en mi cuerpo hay una proteína parecida a una parte del virus. Que en la capital sometieron la muestra a tres técnicas distintas y el resultado es el opuesto. Que si me repito alguna vez el examen no lo haga en esa misma clínica. Me levanto, tomo mis resultados y me despido con un “espero que no nos volvamos a ver” que no sé si me resultó muy amable.
Increíble. La tecnología que todo lo puede, la que vale millones mientras hay gente muriendo de hambre, también se equivoca. Esas máquinas sofisticadas no dan cuenta de verdades, se confunden fíjese! Y nada de “disculpe, lamentamos su espera, su incertidumbre”. ¿Quién compensa mis dudas, los dolores de cabeza, las noches a saltos, el terror a morir? País de la gran mierda. Sistema privado de salud y la grandísima.

Salgo. Caminamos afuera juntos. Encendimos un cigarro en silencio. Qué alivio. Qué rabia. Que mezcla de sentimientos. No diré que el cielo me pareció más azul, las plantas más verdes o el aire más puro. Todo me pareció exactamente igual. La única distinta, era yo.