viernes, 2 de noviembre de 2012

Por favor, espere

Publicado en LaMansaGuman - Número de 18 abril 2013

Salí de la clínica como una niña perdida, frágil y desorientada. Caminé varias cuadras sin rumbo fijo antes de emprender regreso a casa. Encendí el único cigarro que me quedaba y me dispuse a caminar hacia el paradero más cercano. No pude con mis pensamientos y busqué temblorosa el celular para llamar a alguien. No supe a quién y lo puse de vuelta en mi bolsillo. Minutos después llamé a mi madre.
Le conté lo que había pasado con la voz tranquila. Ella me escuchó y simplemente me dijo “todo estará bien hija, no te preocupes” en ese tono que usan las madres cuando uno está herida.
Seguí mi camino pensando de dónde pudo venir el maldito virus. No recordaba ninguna situación de riesgo para mí. Tomé un colectivo y sin hablar pagué el pasaje. Me preguntaba que reacción tendría mi pareja cuando llegara a casa, y si sería yo capaz de relatar lo sucedido sin quebrarme, mal que mal, las mujeres de hoy no lloramos ni perdemos el control. Sólo esperaba que él no me hiciera demasiadas preguntas, no tenía ganas de hablar.
Regresé a casa como aturdida. Le expliqué brevemente a mi pareja lo que me habían dicho en la clínica y luego me senté a buscar información en Internet. Puede ser muy útil navegar para documentarse, pero en estos casos de urgencia uno se marea entre tanta información. Encontré varios sitios que describían los resultados de examen de VIH. Mis ojos buscaban velozmente las líneas donde se explicaran los falsos positivos, ya que estaba esperanzada de que ese fuera mi caso. Supe entonces que los falsos positivos eran más comunes de lo que uno cree y se pueden deber a muchas causas, desde tener un resfrío hasta estrés. Leí algunas cosas por el estilo hasta quedarme con una idea general del asunto y decidí dejar el tema para más tarde, para otro día, para otro mes incluso.
Esa noche antes de dormir no pude, sin embargo, evitar repasar los acontecimientos, un defecto que tengo y que es culpable de que duerma  mal casi todas las noches.
Hacía unas semanas que decidí hacerme un chequeo de rutina para descartar una enfermedad particular que me producía síntomas muy molestos. Me dirigí a la clínica más grande de mi ciudad  y me hice todos los exámenes que el médico me recomendó hacer. Me preguntaron si deseaba agregar el test del VIH y dije que sí, para aprovechar la muestra de sangre, como si fuera un derroche desperdiciarla. Me había hecho el test dos veces en mi vida y no tenía ningún temor de que resultara positivo. Era imposible. A los pocos días recibo un llamado telefónico desde la clínica: uno de mis resultados estaba “alterado”. No estaban autorizados para darme mayor información por esa vía, así que fui inmediatamente al lugar.
Muy nerviosa, sin saber que esperar, me anuncié en el mesón hasta que la encargada de laboratorio me hizo una seña. Pasamos a una salita diminuta con solo un escritorio y poco espacio para moverse. Ella se sentó del otro lado de la mesa y comenzó a decirme con su  mejor sonrisa de atención al cliente que mi examen de VIH había resultado positivo, pero que no me asustara porque la serología era muy baja. Como evidentemente yo no parecía entender nada y solo me limitaba a mirar por la ventana como queriendo arrancar, ella se ofreció a responder mis dudas. Fue para peor, porque no respondió nada de manera satisfactoria, por el contrario, me dio respuestas muy técnicas o vagas que me dejaron más confundida. Lo único que entendí es que la muestra de sangre se enviaba a la capital  a alguna repartición de salud pública de nombre algo extenso, y que yo debía ser tan amable de esperar un mes completo a que el resultado definitivo regresara. Ella me llamaría por teléfono y tendría que regresar a la clínica a buscar el famoso documento que me condenaría.
Me preguntó si tenía factores de riesgo. Respondí que no me drogo con jeringas, no he sido sometida a ninguna cirugía y no tengo sexo con cualquiera. Que tengo pareja estable hace muchos años. Que me he realizado el examen antes, sin problemas. Que no entiendo cómo es esto posible. Ella me mira a los ojos como esperando detectar una mentira, me siento juzgada por una funcionaria de pulcro uniforme y nombre de bailarina exótica. Que huevada más humillante.  Factor de riesgo y la concha de su madre.
Cuando ella se levantó de la silla supe que debía marcharme. Me puse de pie y esperé torpemente que ella me entregara el resultado de mi examen. No me dio nada, ni siquiera un folleto explicativo, nada más que un “hasta luego” sonriente.
Salí del laboratorio con las manos vacías, sintiendo que todos me miraban como si fuera culpable de algún delito. Pasé por entre secretarias y pacientes mirando el suelo y salí a la calle lo más veloz y decidida que pude.
Traté de conservar la fecha en mi mente para calcular el mes que debía esperar. Pero como era de esperar olvidé que día era, en realidad nunca sé qué día es. Logré olvidar el asunto con una rapidez increíble y si no hubiera sido por las preguntas de mis padres y mi pareja, tal vez lo habría olvidado para siempre. ¿Hay novedades?, preguntaban cada cierto tiempo y yo respondía un no cerrado.
El tiempo. Un mes. Treinta días, cinco semanas. Es muy cierto que cronos avanza de manera relativa según cada ser humano y la intensidad de su espera. O de su temor de algo. En mi caso no sabría decir si ese mes fue especialmente largo, porque como dije, olvidé lo sucedido.
A veces me acordaba de pronto, a la hora de dormir, y luego soñaba con ello. Que me dictaban la sentencia y eso era todo. Que me moría. Se acabó. Más encima morir como una paria, despreciada por todos. Volvería a contar únicamente con mi familia y yo misma. Tal vez también con mi pareja. Todos los demás seguro desaparecían.
La primera semana luego del evento en la pequeña salita, visité a mi médico con los demás resultados de exámenes.  Todo estaba muy bien en ellos y nada explicaba los síntomas molestos de un supuesto estrés.  No estaba enferma de nada. Fui entonces al siquiatra en busca de la explicación de mis síntomas, y aun estoy en eso. Al enterarse del resultado del test de VIH, me sonrió con bondad, diciendo: no te preocupes ahora, cuando llegue el papelito de la capital, ahí vemos qué hacemos. Seguí su consejo. No ganaba nada con darle vueltas, aparte de aumentar ese posible estrés que me había llevado a hacer los exámenes en primer lugar. Solo debía ser tan amable de esperar que se cumpliera el protocolo del ministerio de salud y emitiera el resultado definitivo.
Llegó el invierno con un frío que todo lo hiela. Me concentré en mis asuntos laborales y tomé las vitaminas que me habían recetado. Leí un par de libros que ya había leído antes porque no quería gastar muchas neuronas en pensar. Las únicas veces que pensaba en mi problema de salud era cuando tocaba a algún niño. Me sentía sucia. Criminal por no alejar mi mano de la suya. Cuando mi pareja me buscaba en la cama yo me hacía a un lado. No quería contagiar  a nadie.
Mi pareja se hizo el examen de VIH dos días después que me llamó la señorita del laboratorio. Resultado negativo. Dice que lo hizo por mí, para mi tranquilidad y tal vez sea cierto y en ese caso lo agradezco. Pero yo interpreté que lo hizo por su propia tranquilidad. No pensé que el contagio pudo venir por su lado, hasta que se hizo el examen. Tal vez sus culpas lo llevaron al laboratorio. Pensé que había tenido miedo por su vida. Y es normal que así fuera. Fiel a mi estilo, no quise darle vueltas a eso tampoco. Si me había sido infiel no quería saberlo ahora precisamente.
Las últimas semanas antes del plazo empecé a asustarme, pero no lo dije a nadie. Generalmente ante los problemas me cierro como ostra. Comienzo a tener pesadillas y dolores varios. Pero no hablo de mis miedos. Es que no hay manera de decir “tengo miedo de morir” sin que suene a tragedia caribeña. Cómo decir “soy joven para morir” sin que parezca frase de dibujo animado a punto de ser aplastado. O peor: “tengo hijos que mantener”. Todo muy melodramático, pero real en mi mente. La idea de partir sin dejar nada más que carne, hueso y pelo en un cajón bajo tierra húmeda me daba terror. Que al principio todos te extrañen pero en un par de estaciones pocos te recuerden. Que se termine todo. Porque no creo en el cielo, la vida eterna y esas patrañas. No creo que un dios benevolente me estará esperando. Me parece que Dios es el amigo imaginario más popular del mundo y la expectativa de la vida eterna la farsa mejor vendida. Cuando la huevada termina, termina. Si uno alcanzó a dejar algo que valga la pena, excelente, de lo contrario eres abono, nada más.
No me permití en esas semanas enrollarme con pensamientos acerca de mi vida, mi corto futuro, las cosas no hechas y los errores o aciertos cometidos. Por la misma razón que no me gusta mi cumpleaños y el año nuevo: no me agradan los balances. Lo hecho es y lo no hecho no es. Punto. Lo que sí me preocupa son los otros, esos que  me quieren. No quiero que sufran. También me preocupan los gastos, enfermarse es caro.
En fin, callada y temerosa, espero. Si mis padres o mi pareja me tratan demasiado bien, sospecho que me tienen lástima. Si me miran con ojos tiernos supongo que piensan que mi fecha de vencimiento llegó.
Una tarde mientras leo el diario para informarme de lo fantástico que es este mundo, suena el teléfono.  Sé que es mi llamado, aun antes de contestar. Efectivamente, la señorita me anuncia que llegó el documento de la capital con el resultado definitivo para mí. Debo ir a retirarlo. Decido ir al día siguiente, no sé si por miedo o por descuido. No quiero pensar en el tema. Quiero pasarme de largo. No retirar ninguna cosa y si me tengo que morir que así sea, por la cresta. Que se vayan  todos a la chucha y me dejen tranquila con mi virus.
Esa noche comencé a sentirme mal, quise  vomitar. Me dormí convencida de que no estoy enferma del estómago, sino que son las palabras guardadas las que quiero vaciar. Desperté igual de enferma. No quise   levantarme, pero lo hice.
Como un robot me pongo en pie y me preparo para salir a la clínica. Mi pareja irá conmigo. Camino del lugar pienso que lo que venga  tengo que afrontarlo con valor. Nada de llanto ni escandalera. Valor. Dignidad.
Al llegar al mesón pregunto por la señorita con nombre de bailarina, con la seguridad que las secretarias me reconocen como peligrosa, porque no todos los pacientes son invitados a pasar a la salita enana del honor (o debería decir “horror”). Cuando la encargada aparece me dice con cara de huevona “a usted la conozco de alguna parte”. Me dan ganas de pegarle un combo y decirle “si pues, usted me llamó para darme una buena noticia hace un mes atrás”. No le digo nada, tal vez porque tengo la boca llena con una galleta. Nos sentamos en las mismas sillas de la otra vez, yo mirando por la ventana. Ella le pide a mi pareja que se retire ya que el protocolo no permite su presencia en tan solemne momento de la verdad. Me pregunto de qué sirve tener una pareja que me apoya si no la dejan quedarse conmigo. Protocolos de mierda. Te hacen esperar un mes completo para algo que seguramente toma tres días hacer, y luego te dejan sola recibiendo la condena.
Con la misma sonrisa de vendedora de la vez anterior, ella me explica que el resultado que ha regresado de la capital es negativo, y definitivo. Estoy sana. Que esta clínica realiza una técnica denominada Combi no se qué. Que seguramente esa técnica se confundió porque en mi cuerpo hay una proteína parecida a una parte del virus. Que en la capital sometieron la muestra a tres técnicas distintas y el resultado es el opuesto. Que si me repito alguna vez el examen no lo haga en esa misma clínica. Me levanto, tomo mis resultados y me despido con un “espero que no nos volvamos a ver” que no sé si me resultó muy amable.
Increíble. La tecnología que todo lo puede, la que vale millones mientras hay gente muriendo de hambre, también se equivoca. Esas máquinas sofisticadas no dan cuenta de verdades, se confunden fíjese! Y nada de “disculpe, lamentamos su espera, su incertidumbre”. ¿Quién compensa mis dudas, los dolores de cabeza, las noches a saltos, el terror a morir? País de la gran mierda. Sistema privado de salud y la grandísima.

Salgo. Caminamos afuera juntos. Encendimos un cigarro en silencio. Qué alivio. Qué rabia. Que mezcla de sentimientos. No diré que el cielo me pareció más azul, las plantas más verdes o el aire más puro. Todo me pareció exactamente igual. La única distinta, era yo.






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