sábado, 24 de agosto de 2013

Almuerzo de Papel

Texto de creación compartida con Mauricio Díaz A.

Hacía frío cuando se levantó. Mientras preparaba café recordó el sueño que había tenido y que lo había dejado despierto, cavilando, largo rato.
Se sentó junto al fuego a leer el diario, afortunadamente esa mañana de domingo no había que apurarse. leyó un par de hojas saltándose la mayor parte de los titulares, hasta que el sueño aquel volvió a irrumpir. Renunció a leer y se concentró en intentar descifrarlo.

No es fácil recordar un sueño. Recolectar las partes, unirlas y armar una historia fantástica que nació del inconsciente. Es tan difícil como recordar los detalles de una experiencia de la infancia. Sin embargo, es como una historia cifrada en metáforas: hay que traducirla e interpretarla.
Mientras el fuego le calentaba la mejilla izquierda y el periódico yacía en el suelo, se concentró en ubicar un comienzo. Caminaba por una calle desierta, rodeada de árboles, un día de otoño y viento. No recordaba por qué caminaba por ahí ni por qué estaba solo. Ni siquiera reconocía la calle aquella. De pronto, un viento fuerte desprendió las hojas de los árboles que comenzaron a volar alrededor de él. Luego las hojas de árboles se transformaron en hojas de papel y se pegaron a su cuerpo inmovilizándolo. Como en todo sueño inconsciente no tenía control sobre la situación y, tan sólo, debía dejarse llevar. Entonces, las hojas de papel hicieron de él un ave gigante que comenzó a volar. Voló por encima de los árboles hasta posarse sobre la cima de una loma. En cuanto puso un pie sobre la loma, las hojas se desprendieron de él y revelaron un espejo que estaba enfrente de sus ojos. Se vió reflejado en el espejo y, la imagen de sí mismo que estaba ante él, tenía algo distinto y perturbador: sostenía un libro. Su imagen tomó el libro, lo abrió y comenzó a leerlo.

Las primeras pàginas le hablaban en un idioma  extraño, al parecer ni siquiera eran letras que él conociera. Hojeó el libro. Tal vez más adelante el idioma cambiara a alguno que pudiera entender. Estaba revisando el libro de inicio a fin, cuando despertó con el ruido de una alarma de automóvil. El infaltable vecino enamorado de su auto, que lo lava amorosamente a toda hora y con cualquier clima, había dado fin al viaje inconsciente.

Calentándose las manos cerca de fuego, pensó que tendría que resolverlo más tarde. La invitación a almorzar lo preocupaba más que cualquier sueño. A medida que la hora avanzaba se ponía más y más nervioso. Volver a verla. Y para qué lo había invitado? Todavía le quedaban un par de horas. Pensó salir a correr para aliviar la tensión, pero el frío lo detuvo. Tendría que afeitarse para ella? Eso le tomaría más tiempo. Terminó el café, que ya estaba frío y se levantó del sillón.

Tomó el chaquetón que guardaba todos los días en un perchero detrás de la puerta principal. Luego sacó la bufanda y se puso los dos antes de abrir la puerta para salir. Una vez cerrada la puerta tras él, encendió un cigarrillo para emprender camino hacia el paradero de micros. El cigarrillo era su medidor del tiempo: debía durar la suficiente para llegar al paradero y terminar una vez que, la micro que esperaba, se asomara a lo lejos. Si terminaba antes de eso, entonces la micro venía retrasada y comenzaba a impacientarse.

Cuando subió a la micro, la impaciencia le había ayudado a calentarse las manos. Se sentó dos puestos detrás del conductor y al lado de la ventana. Mirando hacia la calle, pensó: “tal vez, los árboles de aquel sueño, representaban la genealogía de mi pasado que me rodeaba, se me abalanzaba, me tomaba y me ponía en lo alto para poder contemplarme a mi mismo”. Era una coherente y satisfactoria interpretación al sueño que lo perturbaba, pero no le convencía del todo. Sabía que, lo que más le inquietaba en ese momento, era el encuentro con el pasado al que se dirigía en ese instante.

Una pareja subió a la micro, y se sentó delante suyo. Eran más o menos de su misma edad. Conversaban sonriendo, se miraban a los ojos como hacen los enamorados, y al detenerse la micro en un semáforo, se besaron con ternura. Sintió una mezcla de envidia y ganas de reir. Ingenuos. Todo termina tarde o temprano. En unos años más, luego de mostrarse desnudos, se dirán adiós y meses después se reunirán a almorzar en un lugar que nada les recuerde, hablarán de cosas triviales como el trabajo y el clima, y se despedirán como dos educados extraños.

Sin pensarlo, bajó de la micro. Tendría que caminar las cuadras restantes. Era mejor caminar al frío sol de invierno que continuar como testigo mudo de los amantes. Encendió otro cigarrillo y se levantó el cuello del abrigo. Caminando lentamente, mirando los árboles, algunos desnudos. Tal vez el sueño le hablaba de su miedo a escribir, de esas ganas de exponerse en un texto que había escrito muchas veces en su mente y del freno autoimpuesto que mantenía el borrador en su cabeza, bien guardado. Presentía que escribir era la única forma de, como en su sueño, mirarse al espejo.

Casi sin darse cuenta, sus pasos lo habían llevado al sitio acordado con ella. Miró su reloj y sintió frío: era hora. Hora de entrar.

A pesar de los nervios que sentía, no se animó a hacer una entrada teatral: Demostrar inseguridad, desconcierto, confusión, pasear la mirada insegura buscando a alguien, intentando demostrar que se encontraba en un lugar extraño y que, si no hallaba pronto una cara conocida, se pondría a llorar como un niño que se ha alejado demasiado de sus padres. Dar lástima no era su propósito. Entró al restaurante sabiendo perfectamente a dónde se dirigía: el rincón más apartado de la barra, cerca del paragüero y sin ventanas cercanas. Ahí estaba. Se acercó a ella sin saber si besarle la mejilla al saludarla, si darle sólo la mano, abrazarla o sólo levantar las cejas y decir “Hola”. No fue necesario nada de eso. Para variar, ella tomó la iniciativa: “Hola. Toma asiento. Te estaba esperando para pedir algo de comer. Estoy agotada y hambrienta; ha sido un día duro ¿Algo para beber mientras tanto?”. Sí, seguía igual que antes. No había cambiado. Le preguntó por su trabajo, le preguntó por sus padres, por su hermano, pero evitó preguntarle si tenía pareja. Ya llegaría el momento y sería ella misma quién se lo informaría.

A los pocos minutos, se arrepintió de haberle preguntado por su trabajo. Fueron varios eternos minutos de un monólogo que no le interesaba oír. Le gustaba hablar de su trabajo, de la fama que se ha ganado y de lo bien posicionada que estaba en él. Cuando él puso la mano en el mentón y comenzó a juguetear con los cubiertos, hubieran sido una clara señal de hastío para cualquiera, menos para ella. Si se dio cuenta, pues no le importó. La real razón de aquella reunión estaba a punto de manifestarse y, una vez más, sería ella quién tomaría la iniciativa.

Como de costumbre, le encantaba la teatralidad: las “pausas” y los “énfasis” en mezcla perfecta. Así es que, mientras con su cuchillo cortaba un trozo de carne, ensartada en su tenedor, en pequeños trocitos antes de echárselo a la boca, fue directo al grano y le dijo “Es tiempo de que hablemos del departamento”. Luego se metió el trozo de carne en la boca y, mientras le miraba a los ojos, hizo una prolongada pausa, a la vez que masticaba y masticaba su carne. “Lo digo porque, dado que lo compramos juntos sin habernos casado ... y ya que no nos casamos ...”. Mientras la oía hablar, una idea rondaba su mente: Ella nunca le perdonó aquello que causó su separación y ahora se estaba vengando. “No quiero que lo tomes como un ataque personal ni nada por estilo. Es que, bueno, como yo deseo comprarme otro departamento ...”. Sentía que era su momento del castigo. Tenía la certeza que eso era lo que estaba aconteciendo. “Y no creo que sea justo para los dos que, sólo uno de nosotros, obtenga beneficios de ese Bien Inmueble, como es tu caso ...”. A pesar de su apariencia inocente, él sabía que ella quería verlo quebrado y en la miseria. “Pienso que, lo más justo para los dos, es poner a la venta el departamento y repartirnos el dinero en partes iguales ¿Qué piensas de eso?”. Presentía que ella evitaba deliberadamente mencionar que ya tenía otra pareja, pero él tenía la certeza de que así era.

Trató de parecer lo más sereno posible ante ella. Bebió un trago y reflexionó por un tiempo que a ella debió parecerle largo, pero que para él fue breve. El departamento tarde o temprano sería un problema que debían abordar, y él lo sabía. No le tenía ningún cariño especial a ese espacio que buscaron y eligieron juntos y para el que tenían planes que, en el pasado, parecían factibles. No alcanzaron a habitarlo. Hoy no era más que una fuente de ingresos para él. Lo había entregado a un corredor de propiedades para arrendarlo, de manera de desconectarse lo más posible y sólo recibir el depósito cada mes. Sabía que lo justo era repartirse los ingresos, pero había perdido contacto con ella luego de su separación y tampoco habría sabido cómo plantearle el tema. Siempre era ella la que marcaba el ritmo, la que tomaba decisiones, la que fijaba las prioridades. Él la había amado por eso, entre otras cosas que prefería olvidar. Molesto por la prohibición de encender un cigarrillo en lugares públicos, pensó cuánto necesitaba fumar en ese momento.

Lentamente, comenzó a responderle. Ella lo miraba fijamente, impaciente.
- “El departamento está en manos de un corredor confiable, si quieres, puedo pedirle que se encargue de la venta y dividimos el dinero. Sólo necesito que me digas cuanto te apura la venta”, dijo él sin mirarla.

Ella pareció satisfecha. Había pensado que él se negaría o, al menos, se lo haría difícil. A pesar del tiempo, ella sentía la misma rabia que cuando él la dejó. Ahora estaba rearmando su vida, y darle un cierre a su historia con él era imperativo. Nunca fue una mujer débil, se consideraba a sí misma parte de ese grupo privilegiado de mujeres que puede tomar decisiones sin depender de un hombre. Le gustaba su libertad y autonomía. La única vez que se sintió vulnerable, débil y dependiente había sido al finalizar su relación, aquella ruptura que escapaba por completo a sus planes. Era la primera vez que él tomaba una decisión que los afectaría a ambos, y el resultado había sido muy doloroso para ella. Desde entonces se propuso no dejar que ningún hombre decidiera por ella.

- Me parece bien. Y sí, estoy apurada. Como te dije, queremos comprar otro.

“Queremos”, había dicho ella. Había escuchado bien? Sintió un fuerte dolor en el estómago. Tuvo ganas de preguntarle quién era el otro, ese que formaba el plural. Sabía que no tenía derecho a hacer preguntas y que lo mejor era terminar rápidamente con este encuentro desagradable. Tenía la sensación de que ella quería vengarse un poco más y que debía irse cuanto antes.

- Bueno, si estás tan apurada, entonces pactemos el precio de venta ¿Te parece bien el precio comercial que proponga el vendedor? El avalúo fiscal del departamento es muy bajo y no compensa la inversión que hicimos juntos.

Intentó evaluar la expresión de su rostro cuando él dijo “juntos”. No supo distinguir la reacción en su rostro. Si algo en su interior se removió ante la palabra “juntos”, no fue evidente para él.

- Me parece bien cotizar alternativas ¿Me podrias dar los datos de tu Corredor? Tengo algunos nombres alternativos y me gustaría ver quién nos ofrece un mejor precio y la comisión más baja por la venta.

Ya le parecía maravilloso que ella confiara en él por primera vez, pero no fue así. Ella debía asumir el control y tomar la iniciativa en todo, incluso en el momento del final. Así es que, sin mayores preámbulos, sacó el bolígrafo de su bolsillo, tomó una servilleta de la mesa, sacó su celular, anotó los datos del Corredor, y se los entregó. Ella la metió en su libreta, la guardó en su cartera, miró el reloj y levantó la mano para llamar al mesero.

- La cuenta, por favor.

Se llevó la mano al bolsillo trasero de su pantalón para sacar su billetera, pero ella lo detuvo. “No te molestes. Yo te invité, yo pago”. Ahí estaba nuevamente: su castigo era la humillación. “Por lo menos, déjame aportar con la propina”. Ella lo miró un momento, y luego asintió. No supo si alegrarse porque ella hubiera aceptado o apenarse por la mirada de lástima que le ofreció antes de aceptar.

La despedida fue sin rituales. Fria. No hubo ni abrazos, ni besos de mejillas, ni siquiera una despedida de manos. Tan sólo se levantó de la mesa y pronunció un escueto “Adiós. Te llamaré pronto para contarte cómo me fue con los Corredores. Que estés bien”, y se marchó. Se quedó un instante, girando con los dedos la bandeja con la propina para entregársela al mesero, y deseando que nadie en el restaurante se hubiera dado cuenta de la humillación que había recibido.

En cuanto salió a la calle, sacó desesperadamente un cigarrillo y lo encendió. Necesitaba pensar en lo que había ocurrido, en lo que le estaba sucediendo. Reflexionar. Decidió que caminaría y fumaría los cigarrillos que fuesen necesarios durante el camino, hasta tranquilizar su mente y calmar su espíritu. El inminente final de todo lo que hubo, estaba cerca.

Los días en que juntos habían sido felices parecían lejanos. Casi no podía recordarlos. Sin duda, se arrepentía de algunas decisiones. La de mayores consecuencias había sido aceptar, poco antes de casarse, que ella no deseaba tener hijos, al menos, hasta varios años más. Eso generó la primera grieta entre ellos. Se había quedado mudo, obediente ante algo que él no compartía y que lo decepcionaba profundamente. Sabía que quedaba a disposición de lo que ella decidiera incluso en algo tan trascendente como ser padre.
Luego ella comenzó a organizar la boda. El comenzó a sentirse como un invitado más: podría encontrar todo muy bonito pero no tenía derecho a elegir ni objetar nada. En medio del caos que significaba preparar un matrimonio, sumado al estrés de su trabajo, se le ocurrió tomar un taller de escritura en una universidad. En él encontró algo liviano en qué pensar y ocuparse dos tardes a la semana. Nunca llegó a terminar ningún escrito, pero se relajó y conoció varias personas que como él, buscaban una distracción a sus pesadas vidas. En ese taller conoció a Leonor. Y el desastre tardó en llegar unas pocas semanas.

Leonor no fue la causa de su fracaso, sino el efecto de la decadencia de su relación que venía de camino al fracaso. Finalmente, pensó, cuando uno no encuentra lo que busca donde espera encontrarlo, lo haya en otro lugar. La búsqueda sólo quiere llegar al final del camino: encontrar lo buscado. No piensa en lo que quedó atrás: aquello que quedó en el camino o sobre si fue acertado el camino tomado. Eso lo reflexionas después. Cuando la búsqueda está relacionada con una necesidad emocional (afectiva), no funciona la razón. No piensas si puedes dañar a alguien, sólo sientes que debes encontrar lo que buscas. Se supone que las parejas se unen para llenar esos vacíos, pero cuando la rutina te envuelve, te olvidas hasta de por qué queríamos estar juntos.

Sacó otro cigarrillo y lo encendió con el que se estaba acabando, sin dejar de caminar. Si bien su relación de pareja se terminó, eso no significaba que no podía continuar con su vida. No se quedó con Leonor, porque descubrió que ella no era todo lo que él buscaba. Y el tiempo no vuelve atrás, por lo que no podría volver a la relación que tenía antes. El fracaso de ambos no significaba una pérdida: algo se aprende de cada caída. Así es que ella también tenía todo el derecho de continuar con su vida.

Entonces comprendió que era necesario enfrentarla aquel día. Mirarla nuevamente y hablar. No darle la espalda y pensar que el tiempo se encargaría de olvidar. Tenían que reunirse nuevamente y saldar las deudas pendientes: cerrar el círculo. Era lo mínimo que podía hacer por ella. Por ellos. Por lo que fueron.

“Hasta un paso atrás es un avance”, pensó él.  “Siempre hay una oportunidad de aprender detrás de cada traspiés”. Entonces se detuvo en medio del camino. Como un ángel aparecido, la verdad se le reveló en ese momento: El sueño. El sueño que le daba vueltas en la cabeza, adquirió sentido en ese momento. El idioma extraño se le hacía incomprensible, porque no quería enfrentar el fracaso de su relación. Sólo después de enfrentarlo, lograría comprender el libro. El libro de su vida. Comprender que su vida no tendría sentido, en adelante, si no afrontaba la realidad del fracaso, cerraba el ciclo, y destilaba el conflicto para extraer una enseñanza. Un néctar para nutrir su vida. Eso era el libro: Su Vida. El almuerzo recién compartido: una página más del libro.

Continuó su camino, pero esta vez, con la cabeza erguida. Con la expresión de un hombre que sabe que ha descubierto algo. Al pasar frente a una universidad, una ventisca repentina hizo que se volaran las hojas que llevaba una profesora sobre su pecho y encima de unos libros. Las hojas de papel lo envolvieron por un momento ... y él, alzó las manos al cielo, complacido.



lunes, 19 de agosto de 2013

La noche clara

La noche está clara, dijo él mirando por la ventana.
Ella pensó que sí, demasiado para estar lloviendo.
La noche era lo único claro ahí.
El humo de sus cigarros siguiendo al aire.
Los árboles brillando en agua.
Entre ellos, sin embargo, nada es claro.

Las palabras no pueden retroceder a las gargantas.
Las caricias no pueden devolverse a las manos.
Todo error y todo acierto, ya están hechos. Son.
Una vez abiertos los ojos es difícil volver a cerrarlos.

Y nada està claro.
Salvo la noche.



martes, 6 de agosto de 2013

La mujer que se rompió

Texto Publicado en La Mansa Guman el 26 de Julio de 2013

Cuando lo supo, la mujer se rompió. Había visto mujeres partidas antes. Sabía que le sucedería tarde o temprano. La noche anterior había soñado con dos leones rondando su casa, mirándola a través de la ventana. Quiso cerrar las cortinas para esconderse, pero los rieles estaban desnudos. Despertó asustada. Y esa mañana, lo supo. Era cornuda como tantas otras mujeres rotas antes que ella.
Al romperse se soltaron dentro de ella – con gran estruendo- las preguntas, dilemas y miedos que hasta ese día habían permanecido sujetos a su lugar. Se liberó la rabia inundando todo. La vergüenza. La culpa. Cuánto tardaría en reacomodarlo todo?
Al  quebrarse, se separó de otros. No quería que la vieran  desarmada. Dejó de conversar con la gente. Autómata. Evitó el romance en todas sus formas: cine, libros, amigos. Que envidia le daban los enamorados!  
Se dio cuenta que las mujeres  que no son bien amadas renuncian a muchas cosas para vivir en paz unos meses, días, incluso horas. Renuncian a pensar, para mantener la ilusión de que son queridas. No creen eso de  “y vivieron felices para siempre”, pero necesitan reafirmar su propia decisión  de amar a  X y seguir amando a  X.  De lo contrario pueden enfrentarse a la evidencia (casi científica) de que la cagaron.  Y  no  es como elegir mal un par de zapatos o el corte de pelo. Es confirmar que han gastado años  en una vida equivocada, probablemente engañadas por un buen actor. Es entonces cuando las mujeres rotas se meten al baño, se miran al espejo y  se dicen en voz alta “qué huevona!!”. Para evitar ese momento,  renuncian a luchar, y compran una entrada al teatro de amor que termina- invariablemente- con un “y vivieron felices para siempre”. 

Como otras mujeres rotas, caminando a oscuras, evitaba mirarlo a los ojos. No quería perderse en una mirada. Era huevona, pero no tanto. Se volvió desconfiada  de todos, incluso de sí misma, de su propia fortaleza. Se obligó a no perder la memoria, no olvidar la mentira, de otra forma sería blanco fácil para el compañero de maneras gentiles y envolventes como sonido de piano. Dejó de creer en Dios: el perdón no tenía cabida entre sus nuevas grietas y lo trascendente perdía sentido en el absurdo del  aquí y ahora.
Para arreglar el daño, probó  las recetas disponibles. Pastillas, terapia, llanto, ejercicio, comida, trago, hobbies, estudio, trabajo, imanes, novelas, yerbas, tarot, runas, compras, peluquería, viajes. Agotador e inútil. Nada resultó para reparar las grietas, ni siquiera para esconderlas de las miradas de los intrusos. Empezó a resignarse a permanecer  rota, partida y descompuesta para siempre y a la vista de todos. Se hundió en pensamientos estériles, largas reflexiones sobre la diferencia entre infidelidad y deslealtad. Una perdonable, la otra inaceptable. De nada sirvió, sólo alimentó las iras desbordadas.

A punto de rendirse, pensó en la última jugada posible. La venganza. Pero otro hombre era un problema. No quería más problemas. Una mujer entonces? No se sentía con energía para intentar algo distinto.

En primavera compró una cámara y salió a capturar paisajes, gentes, lo que fuera. Una tarde que fotografiaba unos niños en el parque se fijó en una niña que corría más rápido de los demás, volando en un derroche de energía y placer. Recordó como era ella misma a esa edad, los sueños intactos, la fragilidad de creer, volando en las plazas como esa niña. Con un ruido de gravilla, la niña cayó. Se puso en pié, se limpió las rodillas con un gesto de dolor y continuó corriendo.
De pronto, la mujer que se rompió se dio cuenta. Ella no era mujer para perder. No se levantó y limpió las rodillas tantas veces para terminar  arruinada de esta manera. Tiempo. Definitivamente, tiempo era lo único que necesitaba para repararse. Podría? Solamente tenía que esperar a crecer un poco más. Por qué no? Unas cuantas estaciones para devolver - por sí misma- todo a su lugar y renacería repuesta, armada, células listas y organizadas como ejércitos para la lucha. Vencida ante un hombre? Ni pensarlo. Amar de nuevo? Por supuesto.