jueves, 30 de enero de 2014

Todas mis voces se apagan

En días como este todas mis voces se apagan.
Me prometo no hablar más, 
cierta de que cada palabra será usada
ante el Tribunal de la Rabia.

En días como este todas mis voces se apagan,
como si ningún sitio pudiera llamarlo hogar
y ninguna persona pueda llamarla amigo.

El cielo pesa como sólo lo hace cuando quiere llover y no puede.
Mi cabeza pesa como sólo lo hace cuando quiere escribir y no puede.
Las manos tiemblan y se doblan las  piernas
ante la carga de la decepción repetida y el silencio forzado, violento.

En días como este todas mis voces se apagan
y desean nunca más volver a sonar.





miércoles, 8 de enero de 2014

El hombre que no sabía esperar

Conocí a un hombre que no sabía esperar. 

Cuando era niño sus padres sufrían sus urgencias: por leche, comida, juguetes, abrazos, por todo. A medida que fue creciendo no supo ni quiso esperar, sino todo lo contrario. No podía esperar que le sirvieran el almuerzo al llegar del colegio, así que iba directamente a la cocina y comía desde la olla. A veces se comía el postre antes que el almuerzo. Se desesperaba esperando que dieran las cinco para ver su programa favorito, así que se lo grabaron y lo veía a cualquier hora. En el colegio no esperaba ni el recreo, ni la colación o la hora de salida, simplemente hacía lo que deseaba en el momento preciso del deseo. Como no podía esperar su cumpleaños ni navidad, sus padres festejaban al niño en cualquier fecha. 

Estudió una carrera corta, no quería esperar años para trabajar y  recibir un sueldo. Una vez trabajando iba regularmente a jugar al casino: no podía esperar a fin de mes para tener dinero en los bolsillos. Cuando tenía el dinero en la mano lo gastaba, no podía esperar a tener lo que había visto en las vitrinas. En cualquier sitio donde tuviera que hacer fila, como el banco, inventaba excusas: "estoy muy enfermo", decía al guardia, ¿podría hacerme pasar adelante?

Se enamoró de una compañera de oficina y decidió casarse el mes siguiente, para no esperar a su amor verdadero, que podía demorar bastante en llegar. Compró inmediatamente una casa, sin haber ahorrado ni esperar que la novia decidiera si le gustaba realmente. Llenó el jardín de plantas ya crecidas. Tuvieron un  hijo el primer año de casados, al que colmaba de cosas innecesarias. No tuvieron más hijos porque él no quería volver a esperar nueve meses y adoptar resultaba demasiado burocrático y lento. Su matrimonio duró poco: él no supo esperar  que su esposa lo comprendiera, ni supo esperarla cuando hacían el amor, ni quiso aguardar que ella se realizara en sus propias actividades, mucho menos esperar a que los problemas entre ellos se solucionaran. 

La vida es corta, se decía, no vale la pena vivir esperando.

Hizo casi todo lo que quiso en la vida sin esperar por ello. Leía el final de los libros antes del comienzo, apuraba a los meseros, sólo leía los titulares  y tocaba la bocina en cada semáforo, solo por la costumbre de no esperar. Tuvo numerosos accidentes estúpidos y evitables, muchas multas de tránsito, por ir demasiado apurado hacia su siguiente destino. Conoció muchísima gente, pero con nadie pudo entablar una amistad profunda porque eso requiere paciencia, tiempo y espera. Les caía bien a todos, pero habitualmente  estaba muy apurado para una conversación completa. En el trabajo recibió aplausos: los jefes confundían su prisa con proactividad. 


Una tarde, a eso de las siete y siendo joven todavía, se le apareció la Muerte. Venía a tentarlo con la promesa de vida eterna y trascendencia. La miró en silencio. No se aguantó. Murió a las siete con un minuto y quince segundos.