Acabo de entrar y mi
nieta ya me tiene una pregunta. Hemos ido a almorzar a su casa. Mientras me
saco la chaqueta y busco un lugar donde dejarla, me pregunta.
-Tata, ¿para qué es esa máquina verde que la mamá puso en la mesa del living? Ella dice que es tuya.
-Tata, ¿para qué es esa máquina verde que la mamá puso en la mesa del living? Ella dice que es tuya.
Giro hacia la mesa y veo mi máquina de proyectar diapositivas. Ni me acordaba de esa cosa. Tiene como
cuarenta años.
-Es para proyectar diapositivas, le explico. Pero no sé
si tenemos diapositivas para probarla. Debe estar mala, es muy vieja.
Mi nieta busca a su madre y le pregunta si hay diapositivas en la casa. Hay. Las buscan y me las
traen para probar la máquina. La armamos, acomodamos en la mesa del comedor y
quitamos el único cuadro de la pared opuesta. Empezamos a ver las diapositivas.
La máquina funciona perfectamente, con su ampolleta original.
A medida que avanzan las
diapositivas, no digo nada. Me quedo en silencio porque me sobrecogen las
imágenes. Mi expectativa para hoy era almorzar y compartir la tarde, no imaginaba retroceder casi cuarenta años en mi vida. Las diapositivas están un tanto gastadas, pero se ven bien.
En algunas aparezco, o mejor dicho, una joven versión de mí. En otras no
estoy yo, sino los grandes edificios, los monumentos, los parajes de aquel
viaje.
Me doy cuenta que mis nietas me hablan. Quieren
saber de dónde y cuándo son las “fotos” proyectadas. Empiezo lentamente a
recordar y relatar este episodio
hermoso y rojo de mi juventud.
I.
VIAJE
Tengo 29 años cuando me subo
al avión, junto a otros cinco chilenos, con rumbo a Moscú. Es enero del año
1973. Estoy ansioso por llegar y ver si la Unión Soviética es como la
imagino. Tendré siete meses allá para comprobarlo.
Nadie de mi familia me va a despedir al aeropuerto, lo hemos hecho en casa de mi madre. Mis compañeros y yo hemos sido escogidos para
esta pasantía en la Escuela
de Economía de la Universidad Estatal
de Moscú. Todos somos jóvenes, pertenecientes a la Universidad Técnica
o el Instituto Nacional de Capacitación. Miembros del Partido Comunista,
Socialista, o Mapu. Todos beneficiados con un convenio entre la CUT y el Ministerio del
Trabajo del Presidente Allende para ir a estudiar al centro mundial del
socialismo y volver a Chile a capacitar
a los representantes de los trabajadores en los comités de
administración del área social. La universidad se haría cargo de los gastos y
nos daría un viático semanal para nuestros gastos, “rubl” y “kopek” que ya
aprenderíamos a usar.
Nos acomodamos en el avión:
Eduardo, Darío, José, Alejandro, Carlos y yo. Sobrevolamos Europa de noche: me
impresionó lo cerca que las ciudades iluminadas estaban una de otra. Parecían
un solo conjunto enorme de luces. Hicimos escala en Copenhague, por la noche. A
la mañana siguiente de aterrizar, los seis visitamos la estatua de La Sirenita , en honor a
Andersen. Recorrimos un poco la nórdica ciudad y luego llegó el momento de
tomar el vuelo que nos dejaría en Moscú.
En el avión vi los primeros
rusos y rusas, todos imperturbables y nada sorprendidos con nuestra presencia.
La azafata nos preguntó si éramos cubanos. En el aeropuerto nos espera Misha,
quien sería nuestro traductor, cuidador y amigo durante toda la estadía. Nos
recibe alegremente y nos lleva a la Universidad. Hace
un frío horrible, partimos de Chile en verano y llegamos a Moscú en el invierno
más invierno que he vivido, con 25 grados bajo cero y un sol que se asoma a eso
de las diez y se esconde a las cuatro de
la tarde. En el trayecto a la universidad aprendo las primeras palabras en
ruso: nie kurit: no fumar.
Misha es un hombre
agradable, un poco mayor que nosotros. Trabaja en la Facultad de Economía de la MGU , Moskovsky Gozudartsvennyi Universitiet. Tendrá que hacerse cargo de nosotros y
acompañarnos a todas partes. Se ríe a menudo, es una persona simple en un país
simple, tal como tendría ocasión de ver más tarde en muchas otras personas que
conocí. Nunca lo escuché quejarse. Nunca perdió la paciencia con nosotros.
La universidad era enorme,
de edificios imponentes pero nada hermosos, fruto del período stalinista donde
se privilegiaba la funcionalidad y fortaleza de las construcciones y no su
belleza. Misha nos acomodó a cada uno en su habitación. No eran lujosas pero
tampoco faltaba nada. Había radio, pero no televisor. Las ventanas eran dobles
para aislarnos del frío, tal como lo eran todas las ventanas que pude ver
después en otros edificios. Afuera estaba todo nevado.
Luego, Misha nos equipó con
ropa adecuada para el invierno: abrigo, guantes y la tradicional shapka, que un año más tarde los soldados chilenos me robarían al detenerme en mi casa. Lo más valioso
que recibimos al llegar – y que por ningún motivo debíamos perder- fue el llamado
propusk, o identificación universitaria, con la cual podíamos movernos por los
edificios y acceder a los espacios públicos del complejo universitario, ubicado
en las Colinas de Lenin. Además, en caso
de perdernos, la propusk nos identificaría como estudiantes de la MGU y alguien nos indicaría
cómo volver a ella.
Al día siguiente empezaron nuestras clases. Misha nos acompañaba a todas ellas, no únicamente al comienzo, cuando no entendíamos nada del idioma, sino que hasta el final de la pasantía. Descubrimos
que era una persona querida por los profesores. El ramo más difícil para mí era sin
duda el ruso, a cargo de la profesora
Irina.
Esa segunda noche me acosté muy
cansado. Pensé en mi madre, en mi país, en lo afortunado que era de estar en el
corazón de la Unión Soviética
estudiando algo que sin duda sería útil al regreso a mi patria. Quería dormir,
pero también quería despertar pronto para seguir conociendo lo que había venido a
ver.
II.
MOSCÚ
Por las mañanas me vestía y
luego con los compañeros tomábamos kofie s malakom bien caliente. Descubrimos que
entre las ventanas dobles podíamos almacenar leche y otros alimentos como en un
refrigerador. Mientras desayunábamos escuchábamos la radio para saber el
pronóstico del tiempo. A veces anunciaban una suave lluvia, pero al salir
comprobábamos que tiraban el agua con balde. Al parecer acostumbrarse al
invierno ruso de verdad nos tomaría tiempo.
Luego del desayuno asistíamos
a clases, y más tarde durante el almuerzo en el casino de la universidad
conversábamos con estudiantes de otros países, que eran muchos. Ahí hicimos los
primeros amigos y amigas, casi todos estudiantes de filología. La pregunta
inicial siempre era: de qué país eres? ty iz kakoi strany?
En ese casino conocí a
Tanya, una hermosa dievushka hija de un médico de Ucrania. Con ella recorrí
la ciudad y viajé en tren a Kiev, a casi mil kilómetros de Moscú, donde conocí
el Hagia Sofía, monasterio ortodoxo de hermosa construcción y majestuosas
cúpulas y en cuya cripta vimos los cadáveres de sus monjes preservados milagrosamente
en el tiempo, vestidos en sus galas y mitras, con las barbas hasta la cintura y
la piel color papiro.
Para recorrer Moscú utilizábamos frecuentemente el metro. Nunca
volví a ver en ningún otro lugar del mundo estaciones tan bellas. Cada una parecía un
palacio y la gente no osaba botar un papel ni ensuciar nada de esta belleza que
consideraba propia. Detrás de esa delicada belleza, se escondía el hecho de que
todas las estaciones eran anti bombas, así como muchos de los edificios a los
que entraríamos en esos siete meses.
En Moskva visité muchos
lugares, a veces solo, otras acompañado. Sus manzanas eran perfectamente
cuadradas, sin pasajes. Todo ordenado y pulcro. El río Moscova de aguas
limpias. Jamás vi personas pidiendo limosna, o tratando groseramente a
otros. Tampoco los vi apurados o aproblemados. Durante mi estancia en ese vasto
país observé sorprendido en los rusos una actitud de tranquila actividad. Nadie
ocioso, o quejándose. Todos trabajando confiados en que el futuro era seguro
para ellos y sus familias, recibiendo a cambio de su trabajo todo lo que el Estado
les daba.
Casi no había casas,
solamente departamentos alineados uno al lado del otro, sin lujos, pero
calefaccionados y protegidos. Me pareció que el Estado se hacía cargo de su hijos e hijas, forjadores
de esta patria que en pocos años había pasado de ser una enorme nación atrasada en comparación al resto de Europa, a convertirse en una potencia, autovalente y tranquila.
Con educación y salud gratuita, trabajo de por vida asegurado, cultura y
espacios públicos a disposición, los rusos no estaban atentos a la vida fuera
de la Unión Soviética ,
sino que pasaban los días en la cómoda seguridad de ir a trabajar y volver a
sus hogares satisfechos. Únicamente los mayores nos miraban con recelo en las
calles, ya que su experiencia en la guerra los hacía desconfiar de los
extranjeros.
Cuando veo personas mayores me acuerdo de
mi madre y me pregunto cómo estará. Una vez a la semana recibo carta de ella en la
oficina de correos de la universidad. Además de la carta me adjunta el resumen
semanal de noticias de El Mercurio. De esa manera permanezco informado sobre el
curso de los hechos políticos en Chile, aunque seguramente la mitad de lo que
leía eran mentiras.
Las señoras que atienden la
oficina de correos son todas mayores, como mi madre. Son amables y nos hablaban
tiernamente cuando no recibíamos carta. En la Unión Soviética todos
trabajaban. Las personas mayores realizaban ese tipo de trabajo tranquilo. Las
mujeres -y eso me impresionó mucho- hacían los mismos trabajos que los hombres.
Por ejemplo, las máquinas barrenieve de Moscú eran casi todas manejadas por robustas
damas rusas.
Fui poco a poco
comprendiendo que no sólo no estaba permitido no trabajar, sino que una persona
sin trabajo no existía. No recibía nada. No era nadie. Era el trabajo el que
les daba un lugar en una compleja estructura social. Los beneficios se conseguían
por la vía de los sindicatos. Beneficios a corto plazo como entradas al Bolshoi
(el “Gran Teatro”), vacaciones en alguna colonia de veraneo, cuatro semanas de
vacaciones anuales, etc. Y beneficios a largo plazo, fruto de la participación de los
trabajadores en la administración de las empresas a través de los soviets.
Las personas recibían
educación gratuita de calidad y según su nivel de rendimiento eran asignadas
a un trabajo. Los mejores trabajadores eran entonces asignados a las tareas más
complejas y en las capitales de las repúblicas que conformaban la Unión. Los demás tal vez no obtenían el puesto que soñaban,
pero a cambio recibían un trabajo de por vida, un lugar donde vivir y una
pensión del Estado en vejez o enfermedad.
Los soviets tenían voz y
voto en decisiones provinciales, comunales y de república, según fuera su tipo.
Las comunidades de campesinos asociados en cooperativas agrícolas llamadas koljós y las granjas estatales o sovjós, negociaban y recibían beneficios colectivos.
Había una marcada conciencia de que colectivamente se llegaba más lejos. Era
casi imposible envidiar o codiciar lo ajeno, ya que las diferencias sociales
eran mínimas. La diferencia de sueldos entre un campesino de koljós y el
profesional mejor pagado de la Unión era de uno a siete.
Esta escala de sueldos era igual para toda la república y solamente variaba
para los jerarcas del partido comunista.
También aprendí que de más
de doscientos millones de habitantes, solamente unos quince militaban en las
filas del Partido Comunista. La razón era muy sencilla: para ellos el partido
no era de masas, sino de cuadros, es decir, de personas con conocimiento de la
doctrina, y que debían ser los mejores en el trabajo que hacían. Para captar
nuevos cuadros, buscaban entre la juventud, en la llamada Komsomol o Unión de Juventudes
Comunistas, desde donde seleccionaban los y las mejores.
El trabajo tenía para ellos
un sentido distinto al que yo veía en los chilenos. No era un medio para cobrar
un sueldo. Era un fin en sí mismo, los dignificaba, aseguraba sus vidas y los
hacía sentir bien acerca de ellos mismos. No menospreciaban a nadie por realizar un trabajo que nosotros
considerábamos menor. Para ellos la rabota (trabajo) y el rabochiy (obrero)
eran de un valor en sí mismo. En general, en cada tema, en cada detalle, yo
observaba y registraba en mi mente las diferencias entre esa sociedad y la mía.
-Tata, te estamos hablando…. Queremos saber a qué
lugares fuiste, me dice mi nieta menor.
-Fui a muchas partes, respondo, volviendo al living de
la casa de mi hija.
-Pero dinos cuáles te gustaron más.
Les cuento de la primera vez
que asistí al Teatro Bolshoi, invitado por la Universidad a ver el
ballet “Espartaco”. Les cuento de la Plaza
Roja , la
Krasnaya Ploshad , y recuerdo que en idioma ruso rojo y
hermoso de dicen con la misma palabra: Krasnaya. Les hablo de la Catedral de San Basilio,
del Kremlin a un costado, de la tumba de Lenin, embalsamado y con la cabeza más
redonda y perfecta que he visto… cabeza de ideas redondas y perfectas, pienso. Les
cuento del GUM, las tiendas estatales frente a la Plaza Roja, donde se podía
encontrar todo lo necesario. Pero sin duda lo más impresionante para mí fue constatar la cantidad de
librerías dentro, no menos de treinta, todas repletas de gente.
Les hablo también del tanque
alemán estacionado -como monumento- a menos de diez kilómetros del centro de la
ciudad. El tanque enemigo que más cerca llegó de Moscú durante la segunda
guerra sigue en el mismo lugar. Pobres alemanes, me los imagino, como tantas
otras veces en su historia, a punto de vencer a los rusos pero vencidos por el
invierno que nunca ha dejado de proteger a este pueblo de sus enemigos.
Vientos de nieve y temperaturas que no
dejaban a los alemanes ni siquiera orinar tranquilos por riesgo real de
congelarse.
Los bosques que rodean la ciudad son imponentes, mantenidos igual
que en la época en que los partisanos combatieron a los desesperados alemanes. Les describo a las niñas el monumento al
Partisano, cercano al de la
Estatua de la
Victoria , y les cuento de la celebración de la rendición
alemana, cuando se exhiben los estandartes nazis como trofeo.
Mis nietas se marean de
escuchar sobre tanto monumento, estatua y plaza: a Lenin, a Marx, a músicos y
escritores, a los trabajadores, a la Revolución. Les explico lo emocionante que
fue para un joven como yo estar parado bajo la enorme estructura metálica de la Alianza Obrera Campesina, con
la mujer sosteniendo la hoz y su compañero el martillo, símbolo del poder
obrero y la libertad sobre toda dominación. ¡Qué pequeño me sentí! no sólo por
la evidente diferencia de tamaño, sino porque ahí se manifestaba todo el poder
de una revolución que yo mismo admiraba y de la que quería ser, humildemente,
colaborador en mi propio país. Y la estatua sin duda cumplía su objetivo: hacer
sentir ese impulso revolucionario con un ardor que quemaba por dentro, porque
al mirar alrededor se veía la realidad de aquella utopía soñada por mujeres y
hombres tan humildes como los de la estatua. Sentí que era posible lo que en mi país se decía
un sueño y me sentí feliz.
A medida que me sumerjo en
mi relato me acelero, mi corazón late rápido mientras les hablo a mis nietas de
la emocionada visita que hice a la tumba de mi compositor favorito,
Tchaikovsky, de los museos que visité, del hermoso Palacio de Invierno en la
por aquel tiempo llamada Leningrado, antes San Petersburgo. Cada cuadra, cada
calle, cada ciudad que visité ofrecía un espectáculo. Tantos años de historia
se apelotonaban en las calles. Los rusos hablaban con nosotros de su historia
con un dominio y orgullo que nos impresionaba. No se avergonzaban de nada,
parecía que todo lo ocurrido los hacía más grandes, más fuertes. Todo en su
historia apuntaba a la sociedad que ahora disfrutaban. Generaciones de trabajo
y esfuerzo en condiciones difíciles, para lograr vivir como lo hacían ahora.
Mi hija nos interrumpe para
preguntar si tenemos hambre. El tiempo ha pasado volando. Salgo al patio a
fumar un cigarro. Los recuerdos se suceden tan rápido. Han pasado casi cuarenta
años desde ese viaje que eventualmente cambiaría mi vida.
No quiero llegar al final
del relato, porque lo que viene después es doloroso para mí. Tal vez me equivoqué
en algunas decisiones. Tal vez mi vida a partir de ahí pudo ser mejor. Pero
también pienso que si me hubiera quedado, no estaría ahora contando de aquello
a mis nietas, sino a otras niñas o niños que no son. Tal vez si me hubiera
quedado en Moskva no habría sido más feliz que aquí. Da lo mismo, ya soy viejo,
y he vivido una vida completa de la que no me puedo quejar. El destino quiso
que volviera y que las circunstancias me obligaran a quedarme en un Chile
destruido y oscuro. Muchas veces, escuchando los discos de mi compositor
favorito, pensaba en ese viaje y en las posibilidades que se abrieron. Pensaba
en la felicidad que sentí cuando me invitaron a quedarme, una alegría que no me
cabía en el corazón. Y también pensaba en el dolor inmenso de saberme poco después
preso en un país dirigido por brutos de casco y metralla cortando mis alas y
las de tantos otros que, como yo, creíamos posible un sueño de justicia. Pero
eso es otra parte de la historia y a mis
nietas no pensaba contársela. No hoy.
-Papá, ¿quieres un café?
-Bueno, y ven a ver las dispositivas con nosotros.
Nos sentamos todos para
terminar de ver las imágenes. Se van repitiendo los lugares. Las niñas se ríen
de mi pelo largo, mi shapka y aspecto joven. Se ríen de los pantalones pata de
elefante y las chaquetas estrechas. Se
ríen de mi cámara en funda de cuero colgada al cuello. Mi mujer disfruta que
ellas se rían.
Entre risas aparece otra
imagen que me trae buenos recuerdos. Les explico que como estuve allá desde
enero a julio me tocó celebrar dos fechas importantes: mi cumpleaños número
treinta y el primero de mayo, día del trabajo. Mientras ven la imagen de esta
última voy describiendo la manifestación masiva más impresionante que he visto:
la Plaza Roja tapizada de un desfile interminable y perfecto de militares,
trabajadores organizados por sindicato y estudiantes. No era un desfile
totalmente marcial ni mucho menos frío, sino alegre, una verdadera fiesta.
-¿Y cómo celebraste tu cumpleaños? Pregunta mi hija.
Apuesto que tomando vodka.
-Fuimos a comer, al "Habana". Todos los compañeros y unas
amigas. Entre algunos “za vashe zdarovie” celebramos y lo pasamos muy bien.
-¿Qué quiere decir eso tata?
-Significa “ a su salud”
Habitualmente salíamos a
comer a lugares que llevaban por nombre ciudades de países socialistas. Uno de
ellos era el Habana. Después de recorrer varios
de aquellos sitios preguntamos a Misha por qué no existía uno llamado
Santiago.
-Ustedes no son socialistas todavía, fue su demoledora respuesta.
-Ustedes no son socialistas todavía, fue su demoledora respuesta.
A pesar de esa opinión sobre
nuestro país, los rusos se interesaban por nosotros, y en una oportunidad fui
al cine, solo, a ver un documental sobre Chile y su vía al socialismo, en el
que lógicamente no entendí nada y me conformé con ver la imagen. En otra
oportunidad, en un encuentro de estudiantes en otra universidad, al que
asistieron casi ochenta mil personas de muchos países, los compañeros cubanos
nos gritaban “ánimo chilenos, viva la revolución”, sabiendo que estábamos
recién comenzando un proceso que en Cuba ya era sólido.
Estudiar no me era difícil.
Pero el ruso se me hacía complicado. Aprendí a comunicarme con lo básico y
me las arreglaba bastante mejor que mis compañeros, que pasaron más de algún
chascarro por no hablar el idioma. Andaba siempre con un pequeño diccionario de
bolsillo que me regaló una chilena que ya terminaba su pasantía. Hasta el día de hoy recuerdo muchas palabras y frases. Le enseño a mis nietas que el ruso es un
idioma hermoso, con juegos de palabras que no sé si son casuales, pero que
reafirman su modelo de sociedad. Se asombran al saber que, por ejemplo,
D
D
Después de almorzar mi hija
me pregunta acerca del término de ese viaje. Ella ha visto antes las
diapositivas y sabe las anécdotas. Pero nunca tuvo claro el final del relato.
Sentados al sol de invierno en la terraza, calentándonos las manos con una taza
de café, le cuento.
La última semana en Moscú,
Misha me informa que he sido escogido para hacer un doctorado de tres años en la
MGU. Me explica que tengo que regresar a
Chile, reunir mis cosas y acercarme al consulado soviético donde recibiré todos
los papeles. No lo podía creer. Estaba tan feliz. Tres años en una de las mejores
universidad rusas, donde enseñaban hombres que ostentaban el Nobel. Seguir
aprendiendo, seguir viajando, empaparme de todo ese mundo que me parecía tan
justo y sobretodo real. Y por supuesto: casarme con Tanya, de quien ya estaba profundamente enamorado.
Volví a Chile, hablé con mi
familia de este regreso inminente. Me apoyaron. Todo estaba listo. Sin embargo,
poco más de un mes después de volver, y cuando aún no habíamos alcanzado a
replicar nada de lo aprendido con nuestros dirigentes sociales, ocurrió el
Golpe.
Ese día tomé camino hacia la CUT para dar una capacitación. En el camino vi tanques y camiones militares,
casas con banderas chilenas. Qué raro, si falta una semana para fiestas patrias, pensé.
Mi auto no tenía radio, así
que no supe la razón de los vehículos militares. Jamás imaginé que se tratara de un golpe de
estado. Cuando iba llegando a la
CUT un amigo detiene mi auto, se sube nervioso y me dice
“rajemos de aquí, hay golpe”. No sabíamos dónde ir. Decidimos ir a nuestro
trabajo, ubicado a metros de la casa de
Allende en Las Condes. Cuando llegamos al edificio vimos que los milicos ya
estaban ahí. Un antiguo colega nuestro les indicaba a los uniformados quiénes
eran comunistas -y demás “upelientos”-, los que de inmediato eran subidos a los
camiones militares. A algunos de esos hombres nunca más los vimos. Mi amigo y yo arrancamos, sin
rumbo, en mi auto.
En el camino se nos ocurrió
ir a una fábrica en el cordón industrial de Vicuña Mackenna, donde esperábamos
encontrar compañeros y recibir alguna información. Efectivamente ahí se había
reunido gente a intentar organizar alguna resistencia, pero no había armas ni
coordinación alguna. Afuera los milicos esperaban. Tres días estuvimos ahí,
hasta que empezamos a salir por gotera. La orden era ir a pie hasta la
dirección de seguridad escrita con grafito en un papel diminuto que debíamos romper. Yo salí en la noche,
caminé unas tres horas hasta un departamento donde una joven pareja comunista
me recibió, “lo estábamos esperando
compañero”. Ahí estuve solamente
un día, pero alcancé a ver lo más horrible de esos años negros. Escuchamos
llantos y gritos en las escaleras, nos asomamos y vimos un hombre que subía: bramando
de dolor llevaba en brazos una niña muerta, su hija, de no más de siete años.
Había ido a comprar pan cuando desde un vehículo militar pasaron ametrallando.
El terror me invadió. Fue la primera vez que deseé estar lejos, al otro lado del mundo, en la
seguridad de la universidad junto a Tanya, lejos de toda esta masacre y bestialidad.
Las semanas
posteriores al Golpe anduve como aturdido. No entendía nada, ni lo que hacían
los milicos ni lo que no hacíamos los demás. El
mundo estaba patas arriba. Algunas personas me aconsejaban buscar asilo, de
hecho estuve en una embajada algunas horas, pero dudé, por mi madre sobretodo y finalmente regresé a mi
casa.
Mi hija me escucha
atentamente. Seguramente piensa que me perdí la oportunidad de mi vida.
Realmente no tengo explicación para esa decisión. Quedarme en este caos y
peligro inminente en vez de huir hacia una vida tranquila no es algo para lo
que tenga respuesta. Simplemente me quedé. No más Krasnaya Moskva para mí. A veces, escuchando un ballet ruso, cierro los ojos y vuelvo a ver la nieve, los
bosques de abedules, un dietsky jugando en un parque y a la bella Tanya caminando a mi lado.
La tarde está cayendo,
tenemos que regresar a nuestra casa. Le digo a mi mujer que es hora de irse.
Mientras ella busca sus cosas y se despide de nuestras nietas, lo que suele
tardar mucho rato, miro en dirección a la mesa del living donde está la vieja
máquina. Me alegra no haberla perdido,
porque de todos los objetos que traje del viaje, creo que es el más importante.
Aunque los milicos me hayan robado los discos, libros y mi querida shapka la
noche que me detuvieron, afortunadamente no encontraron las diapositivas que estaban escondidas entre la tapicería de una silla.
Con ellas puedo contar mi historia
en Moskva y mostrarles a mis hijos y nietos que alguna vez, en
algún sitio, existió un hermoso y rojo amanecer.