Soy temporera. No de
la fruta. De la educación. Enseño lo poco que sé en horarios, salas y
contextos cambiantes. Día, noche. Jóvenes, adultos. No cuento con estabilidad
ni resguardos de ninguna especie. Voy y vendo mi trabajo, emito una boleta y
recibo el pago, en dos o tres universidades, según la temporada. Cada fin de semestre,
invariablemente, llega la ansiedad ante la cesantía inminente.
Lo único cierto es
que soy cesante. Cada temporada recibo una propuesta de trabajo que dura cuatro
meses. Luego vuelvo a la cesantía hasta nuevo aviso. Y con el aviso, el alivio
y la ficción de que la cesantía terminó.
Somos muchas las personas
que trabajamos de esta forma. Algunos, -con más suerte- somos profesionales, otros
son temporeros del comercio, las ventas varias, las promociones, la fruta, los
seguros, etc. Finalmente todos somos cesantes, con empleos inestables. Aunque
algunas de nuestras boletas sean abundantes de números, ese ingreso debe tener
atributos de súper héroe: estirarse, tomar formas imposibles, multiplicarse a
sí mismo, estar presente en varios sitios a la vez. Vivimos el día. Cero proyecciones.
Estudiar, crecer, tener hijos, es impensable. Sólo el día. Ahorrar para los meses de
vacaciones forzosas, difícil.
Un temporero tiene
que decir que sí cuando llega una oferta. Por mucho que quiera negarse, no
puede, porque la necesidad impera y el miedo habla por él. Personalmente digo
que sí a todo lo que: a. creo soy capaz de hacer sin hacer el ridículo y b. no atente
contra mi religión, (me refiero a esa estructura de creencias socio-políticas
que me permiten elaborar discursos y acciones), y a cada asignatura que
tomo le impregno el barniz de mis creencias, ideas, reflexiones y prioridades,
recordando a ese curita de los pobres, hoy santo, que dijo “el buen maestro no
da lo que sabe, sino lo que es”.
En ese marco
autoimpuesto, intento aprender y recordar los nombres de mis estudiantes, de
sus hijos, de dónde vienen, si trabajan y otros elementos importantes de ellos.
No me agrada ni me acostumbro a lo impersonal que muchas veces rodea la
enseñanza. No me adapto tampoco a colegas mediocres, quejándose de su trabajo en
los pasillos, mientras enseñan una y otra vez lo mismo, sin cambiarle una
letra, ajenos al proceso propio y de los estudiantes.
Tampoco me acostumbro
a la mediocridad de algunos, pocos, estudiantes. Se movilizan en busca de
garantías de derechos educacionales, exigen calidad, pero no se comprometen a
ser ellos mismos estudiantes de excelencia. Sacan la vuelta, inventan excusas
con más creatividad que un político, desprecian el trabajo propio y ajeno y
estoy segura serán profesionales del montón, como hay miles, ocupando los
puestos que otros luchamos por encontrar.
Por suerte, la mayoría no es así y siempre
encuentro personas admirables en mi sala, ante las cuales me saco el sombrero
por su esfuerzo y voluntad. Estudiantes distintos, especiales, que los profesores reconocemos de inmediato:
siempre trabajando, de buen humor, que asumen sus errores, que quieren ser
mejores, que reciben una crítica. Cuando los encuentro, aparece sin disfraz la
profesora barrera que llevo dentro. Sí, lo admito. Me encariño con quienes se
esfuerzan. Los ayudo. Porque estoy
convencida que no es la inteligencia la clave del éxito, sino el esfuerzo. He
visto decenas de estudiantes sin una
formación escolar de mínima calidad, sin apoyo familiar incluso y sin mayor
inteligencia, ser los mejores de su grupo. No siempre los de mejores notas, hay que decirlo. Son mejores
porque han desarrollado actitudes, más que por recolectar conocimiento y vomitar las respuestas correctas en una prueba o trabajo. Los ayudo porque la persona que
se esfuerza pondrá sus competencias al servicio de otros que se esfuerzan,
más temprano que tarde.
De estos contextos
estructurados y rígidos de educación superior, donde las relaciones tienden a
ser instrumentales, breves y formales, han surgido amistades entre estudiantes
y yo. Nos hemos intercambiado cariño, consejos, aprendizajes, escritos, poemas,
regalos, libros, risas y confidencias. No creo que sea malo. Al contrario. Quien
teme la familiaridad en estos espacios es
porque no confía en el criterio de ambas partes. Sólo hay que saber diferenciar
la sala y el exterior.
Me gusta mi trabajo,
a pesar de los vaivenes de cada temporada. Sin duda me
equivoqué muchas veces. Más de alguno que pasó por mi clase podrá decir con toda propiedad que fui una vieja de
mierda. Perfecto. Las realidades son múltiples y cada uno emite la suya. Pero también
más de alguno me ha dicho al finalizar el semestre simplemente “gracias” y eso es lo que me mueve, lo
que me gusta. La palabra más potente que un profesor puede recibir.
Qué más se puede
pedir? Sí, hay algo: estabilidad. Sólo eso.