Para Nibaldo.
Había vivido toda su
vida en la misma casa. Ahí nació, creció y se hizo mayor.
Hasta donde podía
recordar la casa siempre había sido igual, salvo pequeñas reformas inevitables
al paso del tiempo y las estaciones. Se ubicaba en una esquina de la parte
antigua de la ciudad. Era de madera y con la clásica estructura de las
viviendas antiguas del sur, forma de U y patio interior.
En aquella casa también
nacieron y crecieron su hermano y hermana y por tanto estaba llena de recuerdos que evocaban juegos, secretos de
infancia, sandía con harina tostada en el patio, tareas de escuela con lápices
que se usaban hasta que no se podían sostener de tan cortos que estaban, paredes
con las marcas que mostraban cómo iban creciendo los tres.
Sus hermanos, cada
uno a su tiempo, habían abandonado la casa. Sólo él se quedó. A menudo se decía
que era tiempo de emigrar. Primero, al empezar a trabajar y recibir un sueldo,
luego al casarse, al nacer sus hijos. Pero nunca reunió la suficiente valentía para
dejar la casa. Sus padres envejecieron y
murieron en la casa y él permaneció allí. A ratos se asfixiaba entre esas
paredes que crujían en invierno y el suelo que retumbaba cuando un niño pequeño
corría, haciendo temblar los adornos en las mesas laterales de vidrio. A veces
odiaba el olor a humedad que impregnaba algunos rincones y el persistente
chirrido de algunas bisagras que ni con aceite se callaban. Sin embargo, la
mayoría de los días amaba la casa.
Imposible abandonar el
sitio en que aprendió a caminar, a pensar, a escribir. El mismo sitio donde sus
hijos aprendieron a caminar, pensar y escribir. Cada rincón de la casa, incluso
aquellos más fríos y oscuros, guardaban recuerdos preciados, a veces secreto, de
horas vividas en soledad o compañía.
Cada vez que en su
vida se había sentido feliz, corría a casa. No tanto para contarle a los demás,
sino para ser feliz a rienda suelta en la casa. De la misma forma, cada vez que
estuvo triste quería llegar pronto a casa. Al frescor de patio o la soledad del
dormitorio.
La casa se le
antojaba un refugio, útero o matriz en que su vida fue y es. Toda su existencia le parecía
amarrada a la casa. Cuando le decían que
la vendiera, que estaba vieja y ajada mientras que la ciudad se modernizaba rápidamente y podía sacar un buen
precio por el terreno, él no respondía. Cómo explicar sus sentimientos hacia la
casa sin parecer tonto?
Era innegable que ya tenían
varios años encima, él y la casa. Averías varias, tratamientos y cuidados que
no detenían el daño del tiempo en los
dos. Con estos pensamientos salió una tarde de viernes a comprar. Anduvo varias
cuadras más lejos de lo habitual para aprovechar de caminar y hacer ejercicio. Nadie
quedó en la casa esa tarde. De regreso a casa tomó una ruta distinta,
recorriendo calles pequeñas y angostas. Se escuchaban los ruidos provenientes
del interior de otras casas, risas, sonido de platos y tazas, familias reunidas
a la mesa. Se fijó en unos hombres trabajando en las conexiones eléctricas de
un poste y recordó que debía llamar al eléctrico para la mantención que debía
haber hecho a la casa el mes pasado. Mañana lo llamaría sin falta. No quería ni
pensar en un cortocircuito. También hizo planes para remodelar los muebles de
cocina y cambiar algunas cortinas. Le sobraba el tiempo para proyectos que embellecieran la casa y la hicieran más
confortable.
A pocas cuadras de
llegar a la casa sintió olor a humo. Luego una sirena y voces. Al doblar la esquina vio
un grupo de vecinos frente a la casa y la columna enorme de humo negro. No corrió
ni se apuró. Caminó al mismo ritmo, con la bolsa de las compras en la mano,
mientras su cabeza sí corría. La casa se quema, pensó. Es mi culpa. Cuando llegue
no habrá nada más que escombros.
Al llegar frente a su
casa todos los miraron. Los bomberos hicieron lo posible, pero el fuego se
extendió veloz y hambriento por la madera antigua. No quedaban más que unas cuantas vigas de pie, algunos
marcos de ventana chamuscados pero en su lugar
y en general el esqueleto ennegrecido de la casa. Muebles quedaban
algunos. Nada de interés a la vista. De pronto tomó conciencia de que había
perdido todos sus papeles, fotografías, recuerdos, libros. Había insistido en
guardar en la biblioteca de la casa todos los documentos, cartas, certificados,
fotos de sus hermanos y padres, cual registro de sus vidas. Lo había
clasificado y ordenado a lo largo del tiempo en estantes y cajones. Tanto papel
no hizo otra cosa que alimentar el insaciable fuego. Se dio cuenta con terror que
todos los objetos personales que lo convertían en un sujeto distinto a cualquier otro se habían
perdido. Todo lo que lo hacía especial. Por un simple descuido. Si hubiera
llamado al eléctrico esto nunca habría ocurrido, pensaba.
Sus recuerdos luego
del incendio se hicieron confusos. Alguien lo acompañó a hacer varios trámites.
Los restos de la casa fueron derrumbados, el terreno limpiado. Cuando el lugar
quedó desnudo él entró por primera vez desde aquel día aciago. Llevó una silla en
la que se iba sentando en los distintos
espacios que antes albergaron la cocina, el comedor, el patio y su dormitorio. Se
sentaba e imaginaba que comía, leía o descansaba en ellos. Al lugar que había
albergado la biblioteca no fue, era demasiado doloroso.
Nunca se repuso de la
pérdida de la casa. Aunque nunca quedó en la calle, desde el fuego él quedó
perdido, nunca a gusto, siempre con la sensación en el pecho de que algo le faltaba. Intentó nuevos hobbies, jugó con sus nietos, viajó. Nada le devolvía eso que
buscaba. Se creyó deprimido, fue al médico, tomó medicamentos. Tampoco recuperó lo perdido. Su familia lo
notaba distante, no exactamente triste, sino apagado y ausente.
Por las noches le
costaba dormir. Se movía inquieto de un lado a otro de la cama. A ratos se
levantaba y fantaseaba con entrar a la casa, verla como era antes, en su mejor
época, con toda la familia reunida y la mesa puesta. Otras noches cerraba los
ojos y recordaba. Recuerdos inconexos uno del otro, imágenes de distintas
fechas, acontecimientos, todos significativos pero al mismo tiempo lejanos en
el tiempo. Se preguntaba cuánto de aquellos recuerdos era verídico y cuánto
tenían de fantasía. Memorias de sombra en verano y calor en invierno. De lugares
para esconderse y árboles frutales. Del gato por los tejados. De su madre
peinándose frente al espejo y su padre leyendo el diario del domingo.
Todos los viernes en
la tarde salía a caminar por su antiguo barrio. Iba solo porque le daba vergüenza
que supieran que iba a visitar el lugar. Avanzaba lentamente, igual que aquella tarde del incendio, con alguna bolsa
de compras en la mano. Al llegar frente al terreno vacío y en venta, se quedaba
mirando un rato. Nadie sabía por supuesto, que él no veía un sitio desnudo,
sino erguida y viva la casa, su casa.