Pasé la tarde en una especie de paraíso solitario, en la ribera más alejada de un lago
enorme y quieto: el río llegando tranquilo al amplio lago, el silencio absoluto de la naturaleza virgen. Árboles
antiguos se mecen cerca de la orilla y al frente el monte poblado de verde, como
un muro gigante que corta un cielo sin
nubes.
Me quedo hasta la puesta de sol tendida en la fina arena. el atardecer es distinto para mí: el sol se pone tras un cerro, detrás del lago. En el camino de regreso, al
borde del angosto camino de tierra y piedras, una niña nos mira pasar. Debe tener unos doce años, tal vez menos. Las pocas casas
que bordean el camino son pobres, una de ellas debe ser la suya. Nuestro auto levanta polvo a pesar de avanzar
lentamente. Ella nos observa hasta que desaparecemos tras la curva.
Me pregunto
cuáles son sus opciones de salir de ahí, de abandonar ese sitio que a mí me
parece un paraíso. Qué oportunidades tendrá de irse a la ciudad, estudiar y
no regresar a la pobreza, el polvo y el destierro de ese lago lejano que
pocos llegan a conocer y de seguro no querrían habitar en invierno.
Comienzo a sentirme culpable, quiero llegar pronto a mi casa. Lo que
para mí es un paseo voluntario al edén es para ella una larga estancia en el encierro.