viernes, 6 de septiembre de 2013

Duele Septiembre

Los 40 años del Golpe llegaron cargados de análisis en frío, documentales, entrevistas... un relato politizado y polarizado difícil de insertar dentro de una política actual sin posibilidad real de cambios. 

Hoy se puede acceder a toda la información histórica, dejarse emocionar por peticiones de perdón sin justicia, escuchar a ex asesores de la dictadura dar cátedra de política y democracia. Políticos sacan partido de la historia, cómplices civiles callan, uniformados renuevan sus pactos de silencio y gozan la impunidad que les concedieron al pactar la Transición.

Muchos derechistas de medio pelo siguen odiando a los "comunistas" (en su ignorancia histórico- política todos lo son) y la fracción poderosa de la izquierda sigue sin articular un cambio real, prefiriendo sumarse a una candidata (hoy gobierno) que administrará -como mejor pueda- el modelo económico y social.


En este contexto, Septiembre se puede convertir en pura información y catarsis, sin Verdad, Justicia y Reparación. Y no sólo en cuanto a derechos humanos (lo más expuesto), sino en cuanto a nuestra historia política-económica-social (lo menos hablado y que nos afecta a todos a través de los pilares del modelo que rigen nuestras vidas en previsión, educación, salud, servicios básicos, información, condiciones de empleo, protección de derechos).


La dictadura fue una Revolución. Un par de homenajes cada Septiembre, no basta. Falta verdad y justicia. La Constitución de Chile debe ser reemplazada vía participación popular.

Septiembre me duele. A muchos nos duele. Nos parece que vivimos en un país ignorante e indolente. Que elige ignorar. ¿Cuánto conocemos de nuestra historia social, política, económica?, ¿Por qué no nos interesa más? Porque creemos que vivimos bien, o lo mejor posible y nos convencieron que mirar atrás no conviene, cuando en realidad olvidar es insano. Opinamos sin saber sobre realidades ajenas y nos hacinamos como corderos en el corral del consumo. Vivimos el día, agotados, alienados.

Al parecer, sufrimos de una flexibilidad ética que nos hace relativizar el hecho que criminales anduvieron (y andan) sueltos, forzando los límites de lo que es humano, mientras a su alero los codiciosos engordaron sus capitales a costa nuestra. La misma flexibilidad ética hace que muchos otros temas no nos duelan: la infancia, los pobres, los cesantes, los viejos, todos los rezagados del sistema económico, porque no producen. No son importantes. 

¿Nos falta empatía, consideración?  ¿Nos falta discernir lo inaceptable? Creo que sí.
Pesan más los mitos del  progreso, bienestar, desarrollo, patria, soberanía, consenso.  

Entonces, quiere decir que vivimos de mitos, pero nos creemos modernos. No somos distintos de los que creían que el trueno es la ira de los dioses. 



domingo, 1 de septiembre de 2013

La muerte del padre

Para Gustavo y Cristián 

Su padre murió un martes, en otoño. Él había dormido a ratos, sentado en un sillón junto a su cama, esperando la muerte que se anunciaba hace días. Cuando su padre dio por terminada la lucha, él estaba durmiendo. Ya se habían despedido, horas antes. Sin palabras, tomados de la mano. Él había besado la frente de su padre y le había dicho con los ojos que todo estaba en orden, que había sido un buen padre. Escucharon juntos el Lago de los Cisnes mientras el día se iba apagando.

En la casa paterna, grande y repleta de objetos y muebles que no combinaban entre sí más que por la historia compartida, todos hablaban despacio. Los niños hacían sus juegos de siempre en un dormitorio que era como un mundo aparte  y las mujeres conversaban alrededor de la mesa de la cocina, fumando y esperando.

Cuando él despertó era casi medianoche. Tocó suavemente la cara de su padre y supo que estaba muerto. Le acomodó la frazada. Se lavó la cara y cruzó la casa, con pasos lentos, hasta la cocina. Los pasillos tapizados de fotografías donde se apretaba una vida entera en imágenes blanco- negro y color. Se dio cuenta que él también sería, un día, una sonrisa en el muro de sus hijas. Se vio a sí mismo pequeño, de la mano del padre, feliz y despeinado. Ignorante de que un día esa mano no apretaría más la suya. Siempre había estado orgulloso del afecto entre ellos, de los besos, los abrazos entre dos hombres que sin pudor se manifestaban amor en público. Ni siquiera en la adolescencia dejó de buscar la mano del padre en la sobremesa, ni de besarlo al despedirse.

En la cocina bastó una mirada. Se abrazaron en silencio. Su madre, sus hermanas. Prepararon café. Alguien fue a conversar con los niños. Él salió al jardín y caminó rodeando la casa. El jardín que el padre sembró, cuidó, regó y desmalezó pacientemente por años, estaba a oscuras y en silencio. Le hacían falta luces, pensó.

Tiempo después él me diría que de la mañana siguiente lo más duro fue el momento solitario y solemne en que, como hombre de la casa, vistió a su padre y lo preparó para el velorio. Le impresionó lo delgado que estaba. Tan frágil. Ni la sombre del hombre que lo vencía en ajedrez o que pala en mano trasplantaba sus árboles. Tardó un largo rato en terminar la tarea  de vestirlo, mientras el pecho le dolía. No quería llorar en presencia del cuerpo del padre. Quería llorar solo.
En los días sucesivos tampoco tuvo ocasión de llorar como deseaba. Las personas entraban y salían. Amigos, familiares que venían desde lejos. La presencia de muchas de esas personas le parecía un estorbo plagado de frases hechas y abrazos eternos. Sabía que luego todos desaparecerían y la familia volvería a cerrarse en círculo.

El quedaría solo. A cargo de las mujeres. Madre, hermanas, esposa, hijas. Un hombre sin padre. Incompleto. Sentía que se hacía hombre recién ahora. Es posible volverse hombre siendo adulto? Le pareció que sí. Antes era un niño grande. La vida era un juego, hasta ahora.

Cada mañana, luego de la muerte del padre, cuando se afeitaba, el espejo le traía un recuerdo. Su padre le había dicho varias veces que un hombre debía poder mirarse al espejo sin ponerse colorado. Le parecía un buen consejo para empezar el día y la rutina. Esa rutina que no respeta ausencia ni duelo.

Puso faroles en el jardín del padre. Los fines de semana cuando visitaba a su madre, lo regaba. Sentado en el escaño debajo del roble recordaba y sonreía. Había sido un buen padre. Y él había sido un buen hijo. Sólo les había faltado tiempo para jugar más.