No tengo muchos talentos.
Cuando nací pocas hadas se presentaron a regalarme uno.
No sé cantar o hacer música, ni hacer
maravillas con las manos. Apenas puedo resolver un cálculo matemático y mi
memoria es horriblemente frágil. No tengo belleza, ni soy dulce. No sé decir lo
correcto en el tono adecuado.
Pero se me dio el talento de leer y escribir.
No ese
de aprender el abecedario y saber componer oraciones, no ese que se aprende en
la niñez y se va deformando al crecer (porque los adultos leen y escriben peor
que un niño).
Hablo del talento de amar leer y amar escribir.
Apreciar un buen libro y permitir que me
hable directamente a mí. Desde que tuve entre manos el primer libro propio supe
que era magia, lo que para otros resultaba aburrido, para mi era un viaje que
quería hacer cuanto antes. Desde entonces, vuelvo regularmente a los mismos
libros (los mismos amores). Me hundo en ellos porque me dicen algo nuevo, mensajes cifrados
escritos para ese momento preciso de mi vida y que antes no había entendido. Pocas veces he sido más feliz que teniendo un libro amigo en mi mesa y conversando
con él.
Y escribir, bueno, no soy un genio de las palabras,
ni pretendo serlo. Basta contar con
ellas para que caiga el disfraz diario, quitar
el envoltorio y saberme verdadera. Eso se lo debo a los libros que he leído y
vivido.
Anoche, justo antes de dormir, recordé un libro en
particular. Cerré los ojos y me trajo a la mente el valor de la palabra. Pensé
en la persona que me lo dio y por qué lo hizo. Reviví esa primera lectura y los
faroles que encendió en mi mundo oscuro y pequeño de entonces. Recordé pasajes
del libro, frases que marqué, flores que dejé secar entre sus páginas, recortes
de poemas que escondí dentro. Di gracias por el don de apreciar la palabra y me
dije “mañana escribiré sobre esto”.
Hoy me entero de la muerte de Sábato.
El libro en el
que me detuve anoche es “Sobre héroes y tumbas”.
No es casualidad, hay una
conexión entre escritor y lector, entre letra y ojos.