jueves, 7 de febrero de 2013

La Casa


Para Nibaldo.


Había vivido toda su vida en la misma casa. Ahí nació, creció y se hizo mayor.

Hasta donde podía recordar la casa siempre había sido igual, salvo pequeñas reformas inevitables al paso del tiempo y las estaciones. Se ubicaba en una esquina de la parte antigua de la ciudad. Era de madera y con la clásica estructura de las viviendas antiguas del sur, forma de U  y patio interior.

En aquella casa también nacieron y crecieron su hermano y hermana y por tanto estaba llena de  recuerdos que evocaban juegos, secretos de infancia, sandía con harina tostada en el patio, tareas de escuela con lápices que se usaban hasta que no se podían sostener de tan cortos que estaban, paredes con las  marcas que mostraban cómo iban creciendo los tres.

Sus hermanos, cada uno a su tiempo, habían abandonado la casa. Sólo él se quedó. A menudo se decía que era tiempo de emigrar. Primero, al empezar a trabajar y recibir un sueldo, luego al casarse, al nacer sus hijos. Pero  nunca reunió la suficiente valentía para dejar  la casa. Sus padres envejecieron y murieron en la casa y él permaneció allí. A ratos se asfixiaba entre esas paredes que crujían en invierno y el suelo que retumbaba cuando un niño pequeño corría, haciendo temblar los adornos en las mesas laterales de vidrio. A veces odiaba el olor a humedad que impregnaba algunos rincones y el persistente chirrido de algunas bisagras que ni con aceite se callaban. Sin embargo, la mayoría de los días amaba la casa.

Imposible abandonar el sitio en que aprendió a caminar, a pensar, a escribir. El mismo sitio donde sus hijos aprendieron a caminar, pensar y escribir. Cada rincón de la casa, incluso aquellos más fríos y oscuros, guardaban recuerdos preciados, a veces secreto, de horas vividas en soledad o compañía.

Cada vez que en su vida se había sentido feliz, corría a casa. No tanto para contarle a los demás, sino para ser feliz a rienda suelta en la casa. De la misma forma, cada vez que estuvo triste quería llegar pronto a casa. Al frescor de patio o la soledad del dormitorio.

La casa se le antojaba un refugio, útero o matriz en que su vida fue y es. Toda su existencia le parecía amarrada a la casa. Cuando le decían que  la vendiera, que estaba vieja y ajada mientras que la ciudad se  modernizaba rápidamente y podía sacar un buen precio por el terreno, él no respondía. Cómo explicar sus sentimientos hacia la casa sin parecer tonto?

Era innegable que ya tenían varios años encima, él y la casa. Averías varias, tratamientos y cuidados que no detenían el  daño del tiempo en los dos. Con estos pensamientos salió una tarde de viernes a comprar. Anduvo varias cuadras más lejos de lo habitual para aprovechar de caminar y hacer ejercicio. Nadie quedó en la casa esa tarde. De regreso a casa tomó una ruta distinta, recorriendo calles pequeñas y angostas. Se escuchaban los ruidos provenientes del interior de otras casas, risas, sonido de platos y tazas, familias reunidas a la mesa. Se fijó en unos hombres trabajando en las conexiones eléctricas de un poste y recordó que debía llamar al eléctrico para la mantención que debía haber hecho a la casa el mes pasado. Mañana lo llamaría sin falta. No quería ni pensar en un cortocircuito. También hizo planes para remodelar los muebles de cocina y cambiar algunas cortinas. Le sobraba el tiempo para proyectos  que embellecieran la casa y la hicieran más confortable.

A pocas cuadras de llegar a la casa sintió olor a humo. Luego  una sirena y voces. Al doblar la esquina vio un grupo de vecinos frente a la casa y la columna enorme de humo negro. No corrió ni se apuró. Caminó al mismo ritmo, con la bolsa de las compras en la mano, mientras su cabeza sí corría. La casa se quema, pensó. Es mi culpa. Cuando llegue no habrá nada más que escombros.

Al llegar frente a su casa todos los miraron. Los bomberos hicieron lo posible, pero el fuego se extendió veloz y hambriento por la madera antigua. No quedaban  más que unas cuantas vigas de pie, algunos marcos de ventana chamuscados pero en su lugar  y en general el esqueleto ennegrecido de la casa. Muebles quedaban algunos. Nada de interés a la vista. De pronto tomó conciencia de que había perdido todos sus papeles, fotografías, recuerdos, libros. Había insistido en guardar en la biblioteca de la casa todos los documentos, cartas, certificados, fotos de sus hermanos y padres, cual registro de sus vidas. Lo había clasificado y ordenado a lo largo del tiempo en estantes y cajones. Tanto papel no hizo otra cosa que alimentar el insaciable fuego. Se dio cuenta con terror que todos los objetos personales que lo convertían en  un sujeto distinto a cualquier otro se habían perdido. Todo lo que lo hacía especial. Por un simple descuido. Si hubiera llamado al eléctrico esto nunca habría ocurrido, pensaba.

Sus recuerdos luego del incendio se hicieron confusos. Alguien lo acompañó a hacer varios trámites. Los restos de la casa fueron derrumbados, el terreno limpiado. Cuando el lugar quedó desnudo él entró por primera vez desde aquel día aciago. Llevó una silla en la que  se iba sentando en los distintos espacios que antes albergaron la cocina, el comedor, el patio y su dormitorio. Se sentaba e imaginaba que comía, leía o descansaba en ellos. Al lugar que había albergado la biblioteca no fue, era demasiado doloroso.

Nunca se repuso de la pérdida de la casa. Aunque nunca quedó en la calle, desde el fuego él quedó perdido, nunca a gusto, siempre con la sensación en el pecho de que algo le faltaba. Intentó nuevos hobbies, jugó con sus nietos, viajó. Nada le devolvía eso que buscaba. Se creyó deprimido, fue al médico, tomó medicamentos.  Tampoco recuperó lo perdido. Su familia lo notaba distante, no exactamente triste, sino apagado y ausente.

Por las noches le costaba dormir. Se movía inquieto de un lado a otro de la cama. A ratos se levantaba y fantaseaba con entrar a la casa, verla como era antes, en su mejor época, con toda la familia reunida y la mesa puesta. Otras noches cerraba los ojos y recordaba. Recuerdos inconexos uno del otro, imágenes de distintas fechas, acontecimientos, todos significativos pero al mismo tiempo lejanos en el tiempo. Se preguntaba cuánto de aquellos recuerdos era verídico y cuánto tenían de fantasía. Memorias de sombra en verano y calor en invierno. De lugares para esconderse y árboles frutales. Del gato por los tejados. De su madre peinándose frente al espejo y su padre leyendo el diario del domingo.

Todos los viernes en la tarde salía a caminar por su antiguo barrio. Iba solo porque le daba vergüenza que supieran que iba a visitar el lugar. Avanzaba lentamente, igual que  aquella tarde del incendio, con alguna bolsa de compras en la mano. Al llegar frente al terreno vacío y en venta, se quedaba mirando un rato. Nadie sabía por supuesto, que él no veía un sitio desnudo, sino erguida y  viva  la casa, su casa. 




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