Ese lunes, día de su aniversario, se
levantaron temprano. La tarde anterior ambos pensaban qué pasaría a la mañana
siguiente. Estaban ansiosos, sentían que las cosas podían resultar un éxito o un desastre. Era impredecible.
Cuando se despertaron,
abrieron las cortinas y se dispusieron a la rutina de cada mañana. Lo primero que
notaron es que el invierno llegó de pronto. La casa amaneció helada y afuera estaba todo cubierto de blanco. Los árboles amanecieron completamente desnudos y no se escuchaban
ni los perros.
Desayunaron por separado, él
de pie en la cocina y ella caminando de acá para allá. En el trayecto al
trabajo no hablaron, cada uno pensando en las actividades que no
debían olvidar ese primer día de la semana, mientras la radio parecía afanarse
por llenar el espacio. Estacionaron el auto en un sitio intermedio entre sus respectivas oficinas. Se dijeron un cordial adiós sin beso y cada uno marchó a
sus labores. No se encontraron hasta el almuerzo. Comieron en silencio. A estas
alturas los dos habían notado que la mitad del aniversario se había esfumado
sin decirse nada. Tal vez era mejor así. Tal vez no tenían nada que decir.
En la tarde, ya de regreso en casa, ella decidió mientras recogía las últimas hojas secas en el jardín, que era hora de
hablarle, decirle que el amor se había volado con los vientos hace varios
otoños, y que no encontraba ánimo ni motivo para recomenzar. Pensó escribirle,
para evitarse la vergüenza de quedar
hablando sola, como antes, cuando le hablaba y él se iba, dejándola llorando de
rabia y con las palabras atoradas.
Pensó explicarle que había
descubierto la raíz del problema entre ellos. Era un problema de tiempos, de
sincronización de relojes. Cuando yo te quise, pensó ella, tú no me quisiste.
Ahora me quieres, pero yo a ti ya no. Reflexionó, mientras buscaba una bolsa grande
para las hojas, que debería existir un artesano relojero que arreglara los
relojes de las parejas que tenían el problema de la asincronía.
En el trabajo, él imaginaba
cómo decirle a ella que la amaba todavía, que lo perdonara por el desamor
acumulado, por los silencios y las deslealtades involuntarias. Explicarle que
tan sólo era un hombre imperfecto (quién no lo era?) pero dispuesto a enmendar errores. Fantaseaba con
llegar a casa y ser abrazado, acurrucado, acogido por la que aún sentía su
mujer y compañera. Planeó comprar un regalo y flores, pero recordó que a ella
le parecían sospechosos los regalos. Decidió irse temprano del trabajo y darle
un buen término al día que había empezado tan helado.
Al atardecer se encontraron
nuevamente. El entró con los zapatos sucios y ella se molestó, pero no dijo
nada. El esperó que le ofrecieran algo de comer pero nadie lo hizo. Cuando vio
que ella lo ignoraba detrás de un libro sobre cronopios (que rayos es eso?),
desistió de su plan. Cuando ella lo escuchó darse media vuelta, decidió callar
un año más. Ninguno dijo lo que había pensado
decir, las frases ensayadas quedarían sin estreno. Faltos de fe, estaban
dispuestos a seguir hasta el próximo invierno compartiendo sus vidas en un
silencio de muerte.
Como siempre al final de la
jornada, los dos se sentaron a la mesa a responder correos y leer los diarios.
Frente a frente, pero en mundos tan distintos, lejanos como distantes están los
planetas: en constante movimiento, pero siempre manteniendo su distancia, esa
que evita el desastre, el choque de fuerzas y la explosión que terminaría con
ambos. A ratos uno le comentaba al otro una noticia. No las discutían, pues
sobre todos los temas pensaban distinto y era vital mantener las órbitas
separadas.
A ella le rondaban las ideas
de la tarde. A él las suyas. Se le ocurrió servir dos copas de vino. A fin de
cuentas estaban de aniversario. Podría tomarla de la mano y tal vez con una
mirada ella entendería el mensaje, como entendía cuando se conocieron y se hablaban
con los ojos. En el preciso momento en
que se iba a parar a buscar las copas, ella
se levantó primero y puso a calentar agua para su café. Tenía las manos heladas
y una taza caliente era mejor que buscar la mano de él. El vino tendrá que esperar, pensó él. Llevaba seis meses en la cava esperando una
ocasión especial que no llegaba.
Ya era tarde y se fueron a
acostar. Se terminaba el aniversario. Ella leyó un poco sobre famas y
esperanzas y luego apagó la luz. El miró televisión, sin ver nada en particular. Se le ocurrió que a ella
se le había olvidado el aniversario. En ese caso sería un alivio. Al menos
ambos terminaban el día ilesos.
Ella estaba segura que él
recordaba el aniversario, y que quería hablar de lo evidente que eran sus
problemas y cómo olvidarlos, pero optó por darse media vuelta y fingir que
dormía. Ya había terminado el día, no tenía con quien comentar las desventuras
de los cronopios (él no leía nunca, nada) y estaba cansada para hilvanar respuestas a un tema para el
que no había solución, puesto que ningún relojero sabía arreglar los relojes de
un hombre y una mujer con problemas de asincronía.
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