Su padre murió una madrugada de otoño.
Él había dormido a ratos, sentado junto a la cama, esperando la muerte
anunciada. Cuando su padre finalizó la lucha, él dormía. Afortunadamente, se
habían despedido horas antes, sin palabras, de la mano. Había besado su frente
y dicho con los ojos que todo estaba bien, que había sido un buen padre.
A partir de entonces, cada mañana al
afeitarse, el espejo le traía un recuerdo: su padre siempre decía que un hombre
debía poder mirarse al espejo sin ponerse colorado.
Era un buen consejo para enfrentar la rutina de la gran ciudad.
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