Sentados a la mesa de su lugar habitual de los jueves,
pidieron los platos de siempre. Él esperaba ansioso el ceviche peruano que era su
favorito. Un verdadero placer. Mientras esperaban ella se quejaba de las mismas
cosas que se lamentaba cada jueves a esa hora y en ese lugar. Los mismos
gestos, los mismos cambios de tono. Él la observaba y pensaba que sí, la
quería, pero sus quejas estaban llegando a su límite de resistencia. Se preguntaba si valía la pena soportar, junto con lo bueno de ella,
todo lo malo. Dudaba al respecto. Sentía que una cosa más, una pequeña e
insignificante, colmaría su paciencia.
Llegaron sus platos y el vino. Cuando él empezaba a mover la
comida con el tenedor, ella le preguntó aquello que él estaba harto de
escuchar. La misma pregunta de cada semana. La que no quería contestar porque
para él no era importante. Bajó la vista molesto y vio la mosca en su plato,
muerta y aplastada entre el pescado y el pulpo y se dijo “Basta”.
No regresaron juntos ni por separado a ese lugar. Él dejó
de comer ceviche y de ella... de ella tampoco supo más.
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